Final

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Anidación

En invierno no era común escuchar el canto de las aves por las mañanas, por ende, no era común observar en la cima de la copa de un árbol, sobre una gruesa rama, a un pajarillo que recibía a sus polluelos viéndolos romper y salir del cascarón. Es por cuál que eso estaba sucediendo en otra parte del mundo, en el hemisferio más cálido, lugar donde las aves migraban durante aquella estación del año.

Mientras tanto en el pueblo de Jagung, una particularidad que tenían era que las calles siempre eran transitadas sin importar la estación del año, inclusive desde altas horas de la mañana. Si de algo se caracterizaban los pueblerinos era en ser buenos vendedores, tomaban ventaja de la temporada, del clima y las fiestas próximas para vender abrigos de lana de borrego, telones de seda hechos a mano y platillos tan elaborados como sencillos, y sabían que la gente los compraría porque era lo que más se buscaba dependiendo las fechas en las que se encontraban.

Esa temporada abundaban las ventas en un conjunto de cosillas en particular: mantas extra gruesas de algodón, zapatos para los pies más pequeños que una persona podría portar, muñecos de trapo, frutas y vegetales fuera de temporada perfectamente al punto para hacer papilla, sonajeros, biberones, chupetes, y lo más importante, pañales. Muchos pañales.

En una pequeña casa en Jagung, donde no existía el ruido ni perturbación alguna, más que los ligeros ronquidos de cierto Alfa, lo que alguna vez fue un delgado chico de cabello castaño yacía en un estado de sopor, encogido entre sus mantas con la boca abierta y los párpados pesados aún cerrados. Han Ji Sung, de ahora veinte años, despertó de su cómodo y cálido sueño cuando el sol apenas se había asomado por el horizonte, ni siquiera abrió completamente los ojos para darse cuenta de eso. No queriendo soportar más la intromisión de los rayos de luz solar que se colaban entre sus ojitos se dio la vuelta, con lentitud, girando sobre su espalda sin dejar de sostener su barriga con una mano. Cambió su posición gruñendo, se envolvió con las mantas hasta los hombros y volvió a abrazar su pancita encarando al dueño de esos suaves ronquidos con quien buscó acurrucarse, no pasó mucho hasta que los ronquidos cesaron y los visitó el silencio.

—Ya levántate —imperó su pareja en voz ronca y débil sin abrir los ojos.

—No quiero —le respondió del mismo modo.

—Ya tenemos que irnos —Frotó la espalda que no dejó de abrazar en toda la noche apresurándolo a levantarse.

—Uh... —se quejó.

La temporada de anidación para Alfas y Omegas estaba a la vuelta de la esquina. De las parejas seleccionadas de la última migración se hallaron resultados de tres Omegas preñados, después de un tiempo se sumaron más migrantes a la lista. Y cabe decir que fueron los meses más locos en las vidas de esas jóvenes parejas, casi diez meses envueltos en la emoción de traer luz y vida al pueblo, de mareos y dolores de cabeza, de extraños antojos, repentinos cambios de humor, de compras previas al nacimiento de sus cachorros y de vientres cada día más abultados.

—Mi bebé hermoso... precioso... —Con voz melosa, Minho llenó a Han de besos por el rostro haciéndolo apretar los ojos y reír— Y mi otro bebé precioso —Y enseguida fue turno del pequeño cachorrito que yacía dentro de su vientre, al que repartió besitos antes de abrazar la barriga de su Omega.

Parte de la tradición que la migración traía consigo, era que los Omegas que resultaban embarazados eran mandados de vuelta a las montañas un mes antes de dar a luz. El periodo de anidación se trataba de un proceso inclusive más largo que el de migración, lo cual lo hacía mucho más complejo. Era un viaje muy impredecible, lleno de riesgos, sin embargo, el regreso a casa siempre era muy gratificante para los jóvenes padres.

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