CAPITULO I

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Hará cosa de treinta años, Miss María Ward, de Hundingdon, con una dote de siete mil libras nada más, tuvo la buena fortuna de cautivar a sir Thomas Bertram de Mansfield Park, condado de Northampton, viéndose así elevada al rango de Baronesa, con todas las comodidades y consecuencias que entraña el disponer de una hermosa casa y una crecida renta. Todo Hundingdon se hizo lenguas de lo magníficamente bien que se casaba, y hasta su propio tío, el abogado, admitió que ella se encontraba en inferioridad por unas tres mil libras cuando menos, en relación con toda niña casadera que pudiera justamente aspirar a un partido como aquél. Tenía dos hermanas que bien podían beneficiarse de su encumbramiento y aquellos de sus conocidos que consideraban a miss Ward y a miss Frances tan hermosas como miss María, no tenían reparos en predecirles un casamiento casi tan ventajoso como el suyo. Pero en el mundo no existen ciertamente tantos hombres de gran fortuna como lindas mujeres que los merezcan. Miss Ward al cabo de seis años se vio obligada a casarse con el reverendo Mr. Norris amigo de su cuñado y hombre que apenas y disponía de algunos bienes particulares; y a miss Frances le fue todavía peor. El enlace de miss Ward, llegado el caso, no puede decirse que fuese tan despreciable; sir Thomas tuvo ocasión de proporcionar a su amigo una renta con los beneficios eclesiásticos de Mansfield; y el matrimonio Norris emprendió su carrera de felicidad conyugal con no menos de mil libras al año. Pero miss Frances se casó, según expresión vulgar, para fastidiar a su familia y al decidirse por un teniente de marina sin educación, fortuna, ni relación, lo consiguió plenamente. Difícilmente pudiese haber elegido una opción más desastrosa. Sir Thomas Bertram era hombre de gran influencia, y tanto por cuestión de principio como por orgullo, tanto por su natural gusto en favorecer al prójimo como por un deseo de ver en una situación respetable cuanto con él se relacionase, la hubiese ejercido con sumo placer a favor de su cuñada; pero el marido de esta tenía una profesión que escapaba a los alcances de toda influencia; y antes de que pudiera discurrir algún medio para ayudarles, se produjo entre las hermanas una ruptura total. Fue el resultado lógico del comportamiento de las respectivas partes y la consecuencia que casi siempre se deriva de un casamiento imprudente. Para evitarse reconvenciones inútiles, la señora Price no escribió siquiera a su familia participando su boda hasta después de casada. Lady Bertram que era mujer de espíritu tranquilo y carácter marcadamente indolente, se hubiera contentado simplemente con prescindir de su hermana y no pensar más en el asunto. Pero la señora Norris tenía un espíritu activo al que no pudo dar reposo hasta no haber escrito a su hermana una larga y colérica carta, poniendo de relieve lo disparatado de su conducta y amenazándola con todas las peores consecuencias que la misma cabía esperar. La señora Price, as u vez, se sintió ofendida e indignada; y una contestación que comprendía a las dos hermanas en su actitud, y en la que vertían unos conceptos tan irrespetuosos para sir Thomas que la señora Norris no supo en modo alguno guardar para sí, puso fin a la correspondencia entre ellas por un largo periodo.

Sus respectivos puntos de residencia eran tan distantes y los medios en los que se desenvolvían tan distintos como para que se considerase casi excluida toda posibilidad de tener siquiera noticia de sus vidas unas de otras, en el curso de los once años que siguieron, o al menos para que sir Thomas se maravillase de que la señora Norris tuviera la facultad de comunicarles, como hacía de cuando en cuando con voz irritada, que la señora Prince tenía otro bebé. Al cabo de once años, sin embargo, la señora Prince n o pudo seguir alimentando su orgullo o su resentimiento, o no se resignó a perder para siempre a unos seres que quizá pudieran ayudarla. Una familia numerosa y siempre en aumento, un marido inútil para el servicio activo, aunque no para la tertulia con amigos y el buen licor, unos ingresos muy menguados para atender a sus necesidades, hicieron que deseara con avidez ganarse de nuevo los afectos que tan a la ligera había sacrificado; y se dirigió a lady Bertram en una carta que reflejaba tan contrición y desaliento, tal superfluidad de hijos y toda escases de casi todo lo demás, que su efecto no pudo ser otro que el de disponerlos a todos a una reconciliación. Precisamente, se hallaba en vísperas de su noveno alumbramiento; y después de deplorar el caso e implorar que quisieran ser padrinos del bebé que esperaba, sus palabras no podían ocultar la importancia que ella atribuía a sus parientes para el futuro sostenimiento de los ocho restantes que ya se encontraban en el mundo. El mayor de los hijos era un muchacho de diez años, excelente y animoso, ansioso de lanzarse a correr mundo pero ¿qué podía hacer ella? ¿Había acaso una probabilidad de que pudiera servirle a Sir Thomas en el negocio de sus propiedades de las Antillas? ¿O cómo podía enviarse a un muchacho a oriente?

Mansfield Park Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora