CAPITULO XLVII

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Las tres personas que, de la familia, había en la casa, formaban un grupo realmente triste, creyéndose cada una de ellas más desgraciada que las otras dos. Sin embargo, tía Norris, por ser la más afecta a María, era en realidad la que más sufría. María era su favorita, la más querida de todos; el casamiento había sido obra suya, como ella misma constantemente sentía y decía con tanto orgullo en el corazón, y aquel funesto resultado le dejó prácticamente anonadada.

Era una criatura transformada, callada, estupefacta, indiferente a cuanto ocurría. La ventaja de quedarse con su hermana y su sobrino, con toda la casa bajo su cuidado, la había desaprovechado por completo; era incapaz de dirigir o mandar, y hasta de considerarse a sí misma útil para algo. Al acusar una auténtica aflicción, se habían entumecido todas sus energías activas; y ni lady Bertram ni el propio Tom habían recibido de ella la menor ayuda. No hizo por ellos más de lo que cada uno de ellos hiciera por los otros dos. Todos se habían sentido solitarios, abandonados, desamparados por igual; y ahora, la llegada de los otros no hacía más que poner en relieve su mayor desventura. Su hermana y su sobrino sintieron alivio, pero no lo hubo para ella. Edmund fue casi tan bien recibido por su hermano como Fanny por la tía Bertram. Pero tía Norris en vez de hallar consuelo en la presencia de alguno de los dos, se sintió aún más irritada a la vista de la persona a quien, en la ceguera de su cólera, hubiera sido capaz de acusar de espíritu maligno, culpable de la tragedia. Si Fanny hubiese aceptado a Henry Crawford, aquello no hubiera sucedido.

La presencia de Susan era, también, un agravio. Tía Norris no tuvo ánimos para dedicarle más que unas miradas de reprobación, pero la consideró una espía, una intrusa, una sobrina indigente y todo cuanto pudiera haber de más odioso. Su otra tía recibió a Susan con suave amabilidad. Lady Bertram pudo no dedicarle mucho tiempo ni muchas palabras, pero apreciaba que, como hermana de Fanny, tenía unos derechos en Mansfield y se dispuso a besarla y a quererla; y Susan quedó más satisfecha, pues llegaba sabiendo perfectamente que de tía Norris no podía esperarse sino mal humor; e iba tan bien provista de felicidad, contaba tanto, dentro de aquella dicha suprema, la suerte de ahorrarse otros muchos males que tenía por ciertos, que hubiese podido soportar una cantidad de indiferencia mucho mayor de la que halló en los demás.

La dejaban mucho tiempo sola, dándole ocasión de familiarizarse con la casa y sus alrededores como pudiera, y pasaba sus días felizmente haciéndolo así, mientras aquellos que en otro caso la hubieran atendido permanecían encerrados u ocupados, cada cual con la persona que, por entonces, dependía completamente de ellos en todo lo que pudiera representar un consuelo: Edmund tratando de enterrar sus sufrimientos en el esfuerzo de aliviar los de su hermano; Fanny, consagrada a tía Bertram, volviendo a sus antiguos menesteres con más que su antiguo celo y pensando que nunca podría hacer bastante por quien tanto parecía necesitarla.

Hablar del tremendo caso con Fanny, hablar y lamentarlo, era todo el consuelo de tía Bertram. Escucharla y conllevar sus penas, y brindarle la voz del cariño y la simpatía en respuesta, era cuanto Fanny podía hacer por ella. Intentar consolarla de otro modo era por demás ocioso. El caso no admitía consuelo. Lady Bertram no tenía profundidad de pensamiento pero, guiada por sir Thomas, juzgaba con acertado criterio todos los puntos importantes. Veía, por lo tanto, en toda su enormidad lo que había ocurrido; y no quería ella, ni pretendía que Fanny se lo aconsejara, quitarle importancia a la culpa y a la infamia.

Sus afecciones no aren agudas ni su espíritu tenaz. Pasado algún tiempo, Fanny vio que no sería posible encauzar sus sentimientos hacia otros temas ni resucitar algún interés por sus ocupaciones habituales; pero siempre que lady Bertram volvía sobre el caso, solo podía verlo a una luz única que le mostraba la pérdida de una hija y un estigma imborrable.

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