CAPITULO XI

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El día pasado en Sotherton, a pesar de todos sus defectos, procuró a las hermanas Bertram sensaciones mucho más gratas que las cartas de la Antigua, que poco después llegaron a Mansfield. Resultaba más agradable pensar en Henry Crawford que en el padre y, especialmente que imaginarle de nuevo en Inglaterra dentro de un no muy largo plazo, como habían de creerlo por el contenido de esas cartas.

Noviembre era el mes más fatídico: para noviembre se había fijado su llegada. Sir Thomas escribía sobre este punto con toda la seguridad que pudiera darle la experiencia y las ansias de volver. Sus asuntos estaban tan próximos a resolverse como para que pudieran ser justificadas sus esperanzas de tomar su pasaje para el correo de septiembre y, por consiguiente, preveía la ilusión de que estaría de nuevo al lado de los seres más queridos a primeros de noviembre.

María era más digna de compasión que Julia, porque el retorno de su padre le aportaría un esposo, y el retorno del amigo más celoso de su felicidad la uniría al galán que ella misma había elegido como depositario de esa felicidad. Era una perspectiva muy negra, y no pudo hacer más que correr una cortina de humo sobre la misma y esperar que, cuando el humo se disipara, pudiese ver algo distinto, un panorama más consolador. Era de creer que no sería a primeros de noviembre; siempre se producen retrasos, siempre cabe una mala travesía, o algo..., ese algo propicio que sirve de consuelo a todos los que cierran los ojos cuando miran, o el entendimiento cuando razonan. Probablemente sería a mediados de noviembre, por lo menos; para la mitad de noviembre faltaban todavía tres meses. Tres meses que comprendían trece semanas. Y en el transcurso de trece semanas mucho podía ocurrir.

Sir Thomas hubiese sentido un profundo pesar de haber sospechado tan solo la mitad de lo que pensaban sus hijas ante la perspectiva de su regreso, y poco se hubiera consolado al enterarse del interés que tal anuncio despertaba en el pecho de otra joven damisela. Miss Crawford, al dirigirse con su hermana a Mansfield Park para pasar la tarde con sus amigos, tuvo conocimiento de la buena nueva. Y aunque parecía que el particular solo podía atañerle en el terreno de la cortesía, y que había dado escape a toda la emoción que pudiera sentir con su sosegada enhorabuena, lo cierto es que prestó oídos a la noticia con un interés no tan fácil de satisfacer. La señora Norris refirió el contenido de las cartas, y después se habló de otra cosa; pero cuando hubieron dado fin al té, hallándose de pie junto a la ventanal abierto, en compañía de Edmund y de Fanny, contemplando el paisaje envuelto en la media luz crepuscular, mientras las hermanas Bertram, Mr. Rushworth y Henry Crawford se ocupaban en encender los candelabros del piano, miss Crawford resucitó el tema volviéndose súbitamente cara al grupo y exclamando:

-¡Qué feliz se le ve a Mr. Rushworth! Está pensando en el próximo noviembre.

Edmund dióse vuelta también para mirar a Mr. Rushworth, pero no dijo nada.

-Será un gran acontecimiento el regreso de vuestro padre- agregó ella-. Lo será desde luego después de una ausencia así... una ausencia no solo larga, sino sembrada de peligros.

-Además será el anuncio de otros importantes acontecimientos; el casamiento de su hermana, la ordenación de usted...

-Sí.

-No se ofenda- dijo ella riéndose-, pero esto me hace pensar en los viejos héroes paganos que, después de realizar grandes proezas en tierra extraña, ofrecían sacrificios a los dioses a su feliz regreso.

-No hay sacrificio en este caso- replicó Edmund, esbozando una especie de grave sonrisa y dando otra ojeada al piano-; ella ha elegido libremente.

-¡Oh, sí, ya lo sé! Solo fue una broma. Su hermana hace exactamente lo que quisiera hacer cualquier mujer joven; y no dudo que será en extremo feliz. Era otro el sacrificio al que me refería; y usted, por supuesto, no me entiende.

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