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Raphael nos llevó a comer al despertar, sin embargo, un desayuno genérico no compensaba el malestar que escalaba por mi espina dorsal como un mal presagio, pues mi resaca poco y nada tenía que ver con el alcohol, sino con la moral. Los latidos de mi corazón se fueron de vacaciones cuando te escuché llamarme, cauto, desde el otro lado de la mesa. Portabas lentes de sol para disimular los surcos bajo tus ojos y la inquietud de tus pupilas; y yo estaba ahí junto a mi cerebro apabullado, a la deriva, esperando que le hubieses errado al nombre.

La idea de salir corriendo sin mirar atrás una sola vez se me pasó por la cabeza, no obstante, me quedé quieto justo en mi asiento, hasta que me pediste que te acompañase al auto por tu chaqueta. Temí observar a cualquiera a los ojos, pensando que, de hacerlo, ellos habrían podido deducirlo todo sobre nosotros. Por supuesto era ridículo, y tu petición algo tan normal que en realidad nadie se preocupó por nosotros; dichas paranoias habitaban solo en los recónditos, fríos y oscuros pasillos de mi turbia conciencia.

Me levanté y lo seguí fuera de aquel local de paso. El aroma del fresco aire salado de la ciudad me hizo extrañar el olor del café dentro del local, porque aquello representaba que estábamos solos y esconderme de él no era tan sencillo como pretender leer el menú.

Antes dije que serías para mí «el otro» hasta que me olvidase de guardar la compostura, me parece que hace rato nos hemos deshecho de ella, y es por eso que me siento libre para detallar lo mucho que me aliviaba que llevases gafas, pues así no estaba obligado a mirar sin escalas al cielo despejado que tenías entre pómulos y cejas.

―Tuve un sueño anoche ―musitó, y luego de un rato presenciando mi silencio, decidió continuar―. Sobre ti.

Si pongo la mano sobre mis costillas, puedo sentir el tambor atascado en mi pecho, el mismo de hace tantos años, dando en cada golpeteo un grito de piedad. «Déjame volver, por favor, no me hagas hablar de esto»; era consciente de que no lo haría, así que jugué el papel del amnésico despistado.

―¿Sobre qué? ¿Otra vez escapábamos de Jason? ―En alguna otra ocasión me contó una locura similar―. Deberías parar de una buena vez con Viernes trece.

Mis palabras eran el viento; tú, un velero. La inevitable conversación una peligrosa isla infestada de caimanes hambrientos y yo ansiaba llevarnos lejos, muy lejos de ella. Aunque no me diste tregua alguna, esta vez iríamos a donde tú deseabas y no a donde yo me sintiese seguro. Tus labios apretados en una línea recta me contaron que no estabas dispuesto a ceder conmigo una vez más.

―No, era otra cosa. Se sintió muy real.

―¿Y quieres contármelo?

―No, la verdad es que no, pero necesito saber.

―¿Saber qué?

Me hacía el desentendido con la esperanza de que mi desidia le hiciese abandonar la contienda. Sin embargo, lo que es no se puede ocultar, mucho menos cambiar, y tú sabías que yo estaba al tanto de lo que hablabas; mientras que yo era consciente de que, pese a que lo tratabas como si no fueses capaz de distinguir entre un sueño y la realidad, lo tuviste claro desde el comienzo.

―Si fue un sueño o no.

―¿Y cómo pretendes que yo lo sepa?

Fui, por mero instinto, más rudo de lo que hubiese querido. Como un perro callejero al que han pateado demasiadas veces, tantas que cuando una mano amiga se acerca a alimentarlo, muerde sin miramientos.

Se deshizo de los lentes y con ellos de mi refugio. Su mirada hizo que la sangre se congelase en mis venas y mi corazón dejase de latir. De haber sido de verdad un sueño, yo no hubiese entendido a lo que se refería, y de no haber sabido no hubiese reaccionado a la defensiva. Me expuse yo solo al no saber controlarme.

Al final te quedas | DISPONIBLE GRATISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora