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El apellido era Riever, y como nunca lo escondió, jamás me pareció particularmente interesante. Riever como río en un idioma que no recuerdo, pero en su momento me lo dijo. Riever como sus ojos, o como el nombre que, en un compromiso que no llegué a identificar muy bien, añadió al mío para sustituir mi apellido. El día que lo hizo le pregunté de qué estaba hablando, y me explicó que las parejas tomaban el apellido del varón; se preguntaba cómo funcionaba en las relaciones como la nuestra.

―Te queda más el Riever a ti, que el Bianchi a mí ―comentó como si nada―, así que tendríamos que escoger el mío.

Me vi tentado a decirle que aquello solo se utilizaba cuando dos personas contraían matrimonio, no obstante, en aquel momento me hizo tan feliz la lejana e improbable posibilidad, que no fui capaz de hacerlo.

Después de la «luna de miel» que representaron las últimas semanas de gira, finalmente llegaba el momento de volver a casa. Nos encontrábamos en el autobús, apretujados en su litera, temprano y en medio de una mañana calurosa. Recuerdo dibujar con un plumón toda clase de trazos y líneas sinsentido desde su muñeca hasta su antebrazo, esquivando la tinta de sus tatuajes que se interponía en mi camino. Cerca de su codo, escribí un pequeño «Riever-Bianchi».

―Tomaríamos Riever porque tú eres demasiado orgulloso como para renunciar a tu apellido, y yo te amo demasiado como para no aceptarlo. ―No me contradijo, en su lugar rio porque sabía que mis palabras estaban cargadas de pura verdad.

―Alessio Riever ―meditó―. Me gusta la forma en que se escucha.

―A mí también.

Yo estaba demasiado abrumado de volver a Los Ángeles luego de haber pasado tantos meses fuera, pues de alguna manera era como si nada hubiese cambiado ahí. Nuestro departamento nos vio marcharnos como una pareja y volver como tal, casi sin advertir todos los sucesos que nos envolvieron mientras estuvimos lejos. Además de eso, se sumaron los planes que Jackson y yo hicimos antes de volver: acordamos readaptarnos a nuestra vida citadina y, al cabo de unos días, darnos una vuelta por nuestra querida Nevada.

Yo deseaba volver a Las Vegas para ver a mis padres, ya que les echaba de menos y necesitaba con desesperación volver a verlos; sentarme con mi padre y preguntarle cómo le iba en el trabajo, abrazar a mi madre y observar la cara que pondría al ver mi nuevo tatuaje. Jackson, por su parte, necesitaba pisar la ciudad para cumplir con su promesa de terminar de una buena vez con Paige.

―No lo haré por teléfono. ―Me dijo un par de días después de que nos hubiésemos arreglado―. Sería humillante y no quiero lastimarla todavía más.

A mí me pareció una buena decisión, lo vi considerado. Siendo que yo nada tenía en contra de Paige, me resultaba correcto que terminasen de la manera menos turbia posible. De algún modo eso me hacía sentir menos culpable.

Además de todo eso, llevaba varios días considerando la idea de decirles a mis padres sobre la relación que mantenía con Jackson. Llevábamos juntos ya mucho tiempo, y no podía permitir que mis padres continuasen haciéndose falsas esperanzas, esperando todos los meses que yo les llamase diciendo que conocí a una chica, estaba enamorado y me casaría dentro de poco. No era justo ni para ellos ni para mí. Mientras antes supiesen lo que sucedía en mi vida, antes yo podría comenzar a sentirme más libre; después de todo, tener que negarte al charlar con ellos por teléfono, mientras tú me observabas del otro lado de la habitación, nunca era sencillo.

Igual estaba el miedo a que se enterasen por otros medios, pues si no lo hacía yo, la noticia les llegaría tarde o temprano de alguien más; todos en mi círculo cercano sabían sobre nosotros, inclusive algunos productores y ejecutivos, otros músicos y miembros de nuestro equipo. La idea me aterraba. Era yo quien debía decírselos.

Al final te quedas | DISPONIBLE GRATISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora