El valle de los olvidados (Sergio Saldaña)

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Vanako condujo desde el tren hasta Kōri en un automóvil rentado

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Vanako condujo desde el tren hasta Kōri en un automóvil rentado. Cruzó un sinuoso sendero de terracería a través del bosque, cuyo fango retrasaba cada vez más su trayecto. La lluvia caía pesadamente sobre el parabrisas, y como ya estaba oscureciendo, la periodista había dudado si llegaría sana y salva al antiguo pueblo. Pero luego de luchar contra el faustoso clima, unas pequeñas luces aparecieron ante ella, distorsionadas por el correr del agua, a pesar de la lucha que aquellos limpiadores hacían. De todas las luces le llamó la atención una en especial: una lámpara de gas, perteneciente a un hombre que aguardaba fielmente como un custodio.

«No puede ser. Es él. Me esperaron. Pensé que me olvidarían. ¡Qué vergüenza!»

Ella sabía bien que la entrada al pueblo no estaba diseñada para los autos, por lo que un habitante tenía que esperarla al lado del magnífico torii de madera, pintado de un brillante color bermellón.

Vanako Zokkēi venía al corazón de la isla por trabajo, pues debía escribir un artículo sobre uno de los temas sociales que más afectaban al país: el abandono de pueblos. Ya solo quedaban ancianos, y debía cubrir con discreción un tema más oscuro, relacionado a unas desapariciones de jóvenes. («Encuentres lo que encuentres —le decía su jefe, el director de Redacción del diario donde trabajaba—, por favor no añadas morbosidad. Este país no está listo para otro asesino en serie, más crímenes atroces o descuartizamientos... Quiero drama social, Van, ¿entiendes?»). Vanako había aceptado a regañadientes porque le disgustaba mentir; detestaba ser parte de los periodistas que afirmaban que Japón era una utopía, y sobre todo si ella había visto su lado más oscuro. Y su intermediario y mejor amigo, Toshio Soramoto, un joven de seis años menor que ella, y quien le había conseguido contacto con los habitantes de Kōri, le había susurrado al oído que tuviese cuidado con la maldición de aquel pueblo («Los viejos de allí son vampiros, Van; chupan sangre y nunca mueren —agregó Soramoto»). Aunque él no gozaba de credibilidad porque además era un muchacho muy supersticioso.

Y Vanako odiaba las supersticiones más que a las mentiras.

La periodista cogió la sombrilla, salió del vehículo y se paró sobre el fresco lodo, inundado y resbaloso. El anciano de la lámpara, envuelto en un modesto impermeable, se acercó a socorrerla.

Ambos se saludaron, inclinándose, y ella solo pudo musitar:

—¡Le ruego que me disculpe!

—Espero que sus zapatos no sean nuevos, señorita Zokkēi —dijo en un dulce tono de abuelito—. Y no se preocupe. Kōri es ya su casa. Sakiko le recibirá como su huésped.

—Muchas gracias.

—Si sus zapatos fueran nuevos todos tendríamos problemas.

Por un instante no supo a lo que se refería, hasta que reconoció una superstición sobre los zapatos, la lluvia y el número de veces que ambos coincidirían si estos se mojasen.

La hora del Terror 4Where stories live. Discover now