Capítulo 11. «La lectura del llamado»

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Escapar. Adaliah nunca había tenido aquellas palabras en su mente. Le parecían lejanas, increíbles, como sí se hubieran esfumado en el momento en que firmó el trato con Akhor. Estaba apunto de responder cuando un rostro cercano llamó su atención, Eadvin.

Eadvin, aquel dios que debía ser luminoso y poderoso, pero que había pasado a mantener un perfil bajo durante su estadía en aquel lugar. Era más un observador que cualquier otra cosa. Se le veía pensativo, tranquilo, lento, hasta tal vez débil. Sus miradas cruzaron, más él no dijo nada y se adentró aún más en los pasillos, como si no hubiera estado ahí. Adaliah aun no sabía nada de su plan, y eso la mantenía intrigada.

—Deja de dudar de mí, Akhor —fue lo que Adaliah se las arregló para decir—. No. No huiré, ni siquiera tengo motivos para hacerlo. Estoy en esta competencia porque quiero, porque lo decidí, y, en todo caso, deberías dejarme huir si así lo quisiera. ¿No es mi decisión?

—No. Quiero que te quedes aquí, y te quedarás aquí.

Adaliah no quería luchar. Los ojos de Akhor se veían, hasta cierto punto, cansados. A eso podías agregarle la mirada llena de sentimiento que mandó hacia ella, como rogándole que se quedara a su lado. Ese Akhor no era el mismo al que había visto por primera vez, altivo, frío, e imperturbable.

—Lo pensaré —contestó, y justo después se soltó de su agarre, dispuesta a marcharse—. No puedo hacer una promesa tan importante así a la ligera.

—Bueno, te enseñaré un poco —respondió Akhor, avanzando demasiado rápido y deteniéndola por la muñeca, antes de que pudiera hacer algo—. Y si quieres entrar de nuevo entonces tendrás que hacer la promesa.

Adaliah asintió. Se volvió a soltar de Akhor y comenzó a caminar por el lugar, observando que en la parte superior de las paredes, y en el mismo techo, habían grabados similares a los del portal. Todos brillantes, de oro, algunos adornados con otras piedras preciosas.

—¿Qué idioma es ese? —preguntó, con ojos entrecerrados—. Desde hace cientos de años que no tenemos otra lengua más que la original. Sé algunas otras, pero nada como eso, es incluso otro alfabeto, mucho más...

—Es el idioma que hablábamos en nuestro hogar, de dónde venimos —explicó Akhor—. Raniya trató de hacer las cosasdistintas. Había elfos, sí, pero consiguió que se fueran y creó dos naciones, no muchas como en nuestro anterior reino. Luego, con ayuda de nuestro amigo, el dios del conocimiento, cambió el idioma e hizo que todos olvidaran nuestro origen. Es céltico. Ese era el idioma que hablábamos. Runas, más que nada, cuando escribíamos.

Adaliah entrecerró los ojos. Sintió unas intensas ganas de alzar la mano y alcanzar aquellos grabados, tan mágicos e imperturbables que no lo podía creer.

—Un pasado del que no tenemos conocimiento. Una magia que tiene tanta  historia, que nosotros hacemos, pero de la que también solo somos un punto de los infinitos que hay.

—Y ponerte filosófica no cambiará el hecho de que así es —insistió Akhor—. Ven, vamos a estudiar. Sígueme.

Akhor se adentró en los pasillos y comenzó a buscar varios libros, todos los fue dejando a brazos de Adaliah que, cuando sintió que fueron varios, los comenzó a dejar en un carrito que encontró en una de las esquinas cercanas.

No hablaron mucho. Akhor solo dejó los libros caer, uno tras otro, y le indicó que quería que practicara. No dijo cuando iba a revisar su progreso, ni le dió consejos para que aprendiera más rápido, nada. Era raro de él. Y así, tan pronto como habían llegado ahí, él se marchó, dejando a Adaliah sola con sus pensamientos.

—Akhor es así, temperamental y frío al mismo tiempo. Depende de que uses para provocarlo —fue lo que Eadvin dijo una vez hubieron estado solos. Adaliah se convenció entonces de que aquello de tener ojos brillantes y cambiantes de color era una cosa de dioses, los ojos de Eadvin, que generalmente eran castaños o incluso con ciertos tonos anaranjados, en aquel día se veían hasta medio amarillentos. Brillantes, casi como el oro. Adaliah no tuvo que mirarlos más de dos veces para saber que aquellos ojos estaban así porque estaban viendo dentro de ella, de su mente y pensamientos más profundos—: Los ojos son las ventanas del alma —siguió hablando Eadvin, un tono frío y calmado— ese es un dicho muy conocido, y un tanto cierto. Incluso los dioses, que tenemos bastante dominio de nosotros mismos, nuestra imagen y lo que proyectamos, no tenemos tanto control sobre nuestros ojos. Nosotros podemos cambiarlos, más no podemos modificar completamente la forma en que los demás los perciben. No necesariamente tengo que estar leyéndote para que cambien, pero aún así lo hacen.

Murmullos de SkrainDonde viven las historias. Descúbrelo ahora