Lágrimas de cristal

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La lluvia había empezado en el exterior y el sonido de las gotas al hacer contacto con el techo del compartimento parecían arrullarle en medio de su soledad.

Tenía la mirada perdida en el vidrio que la separaba del frío mientras un murmullo gastado y agónico —a causa del llanto prolongado por semanas— era emitido desde su garganta, siguiendo un cántico perteneciente a su preciada madre.

Las charlas y risas de las personas que pasaban por el pasillo no llegaban a sus oídos; ella estaba casi segura de que su hermano no se había movido del anterior compartimento para buscarla, y no lo culpaba, ni siquiera le interesaba. Si ella había huído de allí, era por la simple razón de no haber podido seguir soportando el dolor ajeno combinado con el propio; porque Eros era la viva imagen de su madre y ella, la de su padre. El verse mutuamente era una tortura más para el otro y por eso mismo Calíope había abandonado su sitio frente a lo que quedaba de su familia, para luego adueñarse de uno de los últimos compartimentos vacíos y seguir ahogándose en su dolor.

No sabía cuanto tiempo había pasado desde que se encontraba allí, mucho menos era conciente de si faltaba poco para llegar a Hogwarts; lo único que era capaz de captar eran las gotas chocando contra la ventana en una sinfonía repetitiva y liberante.

La puerta fue abierta por cuarta vez desde que llevaba ahí, pero, a diferencia de las otras veces en las que no reaccionaba y el desconocido o desconocida se incomodaba hasta irse, ella volvió la mirada apagada hacia la entrada, descubriendo una silueta conocida que parecía estar conversando con alguien al exterior, ya que tenía la cabeza aún sin ver en su dirección.

—Sí, estaré bien —le escuchó decir y ya no tuvo más dudas al respecto—; sí, Lorcan, ve con Megan. No hay problema —aseguró tranquilamente, finalizando con un movimiento de mano hacia su derecha, para luego mirar al fin hacia el interior del compartimento—. Disculpa, ¿Podría... ? —su pregunta murió al reconocerla también—. Oh, hola Calíope —saludó con una suave sonrisa

Lysander parecía esa rara mezcla entre el haber cambiado y el haberse mantenido igual que antes. Esto podría entenderse en el sentido de que tenía esa misma apariencia y aura de paz, pero con ciertas modificaciones. Un ejemplo sería su cabello, ahora un tono más oscuro; otro, sus ojos, siendo estos de un azul más puro y suave, como un mar calmo.

Calíope podía quedarse muchos minutos contabilizando cada pequeño cambio y cada elemento que parecía ser el mismo, pero no era el momento de hacerlo y su melancolía era más fuerte que su observación.

Fue entonces que la vio.

Una critura del tamaño de una tacita de té se asomó de entre los cabellos revoltosos y dorados oscuros del Hufflepuff, observándola con el par de ojitos negros que se asemejaban a pequeñas canicas hechas de onix.

»No, Hali, no hagas eso; puedes caerte —dijo mientras llevaba ambas manos al centro de su cabeza para tomar a la pequeña con delicadeza, manteniendo esta, la vista fija en Calíope—. ¿Por qué no puedes estar quieta? Eres muy temeraria para ser tan pequeña.

El Hufflepuff notó la curiosidad que su pequeña mascota tenía en su acompañante, por lo que pronto se encontró caminando hacia ella para luego sentarse a su lado.

Calíope sorbió su nariz como acto reflejo, tratando de evitar que él notada su estado. Si Lysander lo notó, no lo demostró y ella lo agradeció internamente.

Mi Hermosa Veela y La Melodía PerdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora