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C A P I T U L O  9. 

Bebí un sorbo de mi té caliente y me abrigué aún más con la manta, me acerqué un poco más al fuego de la chimenea que se encontraba en el medio de la sala de estar y cerré los ojos por un segundo.

Estaba lloviendo un poco fuerte, las gotas de lluvia golpeaban la tierra con mucha fuerza, y causaba un ruido sordo, pero sonaba como música para mis oídos, hacía frío y olía a tierra mojada.

Hacía ya tiempo que no me sentía tan bien cómo ahora. No sentía miedo de que algo pudiera sucederme, no sentía frío, no extrañaba mi casa en ese instante, y sólo por un segundo, pensé en que tal vez no era necesario volver a casa.

Abrí los ojos y negué con la cabeza alejando esos pensamientos ridículos; yo tenía que volver a casa, no podía desaparecer de esa manera, mis padres no me han visto desde que llegué a éste lugar, los habían convencido de que me cuidarían y mantendrían a salvo, que en ese lugar no había peligro alguno y que un año transcurriría muy rápido, pero heme aquí.

Observé la madera del tronco quemándose poco a poco y convirtiéndose en cenizas por la llama del fuego y mi mente comenzó a divagar, buscando una mejor opción que todas las que tenía.

Opción A: Volver a convento y dejar atrás todo el teatro de Felipe y acusarlo de dramático.

Opción B: Quedarme aquí y esperar hasta el último día para volver al convento e irme con mis padres y hacer cómo que nada ha sucedido.

Opción C: Escapar e irme lejos.

Di otro sorbo a mi té y no despegué la mirada del fuego.

La idea de poder irme, salir de todo esto de un solo movimiento, el cual era, escapar, sonaba muchísimo más fácil, pero, ¿a dónde diablos iría?

No podía volver a mi casa con mis padres si mi plan era escapar, tenía que irme lejos, a un lugar en dónde nadie supusiera que estoy ahí...

Los recuerdos volaron a mi cabeza cómo una bala atravesando un cráneo e inmediatamente descarté ese lugar cómo posibilidad. No podía volver ahí. Había tenido suficiente con eso, y suficiente con lo que ahora está sucediendo, no podía volver a ese lugar. No mientras siga viendo espejismos extraños.

La desgracia reinó sobre mi vida durante años, y estoy comenzando a creer que así será hasta el día de mi muerte.

El miedo y los sucesos desafortunados han sido mis acompañantes durante muchísimo tiempo, y la verdad, creí que todo terminaría aquella noche fría y desolada, ahogada en gritos de temor y dolor, pero no.

Mi vida estaba destinada a ser así, en la mayoría de las veces, que me ocurran cosas malas, que gente salga lastimada, y que yo vuelva de nuevo a tener que batallar contra mi mente.

El sonido de la puerta principal cerrarse me sacó automáticamente de mis pensamientos. Giré mi cabeza para ver a la persona que venía entrando a la cálida sala con dos bolsas blancas en la mano. Sacudió sus botas en la alfombra y el chico de cabello color caramelo, posó su mirada en el centro de la sala, en dónde yo me encontraba.

—Traje municiones. —Indicó levantando las bolsas y sonriendo de lado.

Le di una sonrisa de boca cerrada.

Desapareció por el pasillo que llevaba hacia la cocina y yo me levanté para salir. Abrí la puerta y admiré lo obscuro que estaba todo, caminé un poco más hasta llegar al borde del pórtico y observé las gotas de lluvia caer enfurecidas al suelo, coloqué la taza en la madera y me quité la manta para dejarla en la silla que se encontraba detrás de mí. Sentí el frío cubrir mi cuerpo y exhalé lento.

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