CAPITULO 21

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Maratón 3/3

Muerte.

La palabra que todos temen y la única cosa que estamos seguros que pasará. Es lo único que tenemos asegurado en esta vida, que un día nuestro corazón va a dejar de latir en nuestro pecho, que un día será el último que veamos los rayos del sol.

Muerte.

Una palabra tan hermosa como tenebrosa. Objeto de leyendas y especulaciones.

Muerte.

Muerte, muerte, muerte.

Pero algo que nunca va a ser justo es que la muerte haya decidido darle una vida tan corta a seres tan maravillosos como los perros. Eso es lo único que le tengo que debatir a la oscuridad eterna que nos abrazará a todos algún día. Esa es mi única queja.

No sé que hora es, y realmente no me importa saber. Mi celular yace en el escritorio de la habitación, la pantalla iluminándose con cada mensaje que llega, con cada llamada perdida.

No me importa.

No cuando esa pequeña luz que me acompañó desde que tenía seis años acaba de apagarse para siempre, no cuando ni siquiera estuve en el mismo país cuando ella decidió irse.

Mi hermosa Zerafina fue a dormir como todas las noches sin saber que sus hermosos ojos ya no se abrirían de nuevo. O tal vez sí sabía. Tal vez ella decidió tomar esa decisión antes de que mi madre y yo tuviéramos que hacerlo.

Cuando me vine a Nueva York, Zera ya estaba enferma, quince años de vida ya estaban empezando a pasar factura.

Aún recuerdo el miedo cegador que me invadió cuando hace semanas salí a verla y sus ojitos no abrían, su respiración estaba tan lenta que casi no podía detectarla.

Grité.

Mi mamá salió corriendo de la casa y sin pensarlo, llevó a Zera al veterinario. Debían hacerle una cirugía a mi pequeña perrita, así que eso pasó. Con lo que no contábamos era con que semanas después de la cirugía una parálisis invadiera la parte izquierda de su cuerpo. Impidiéndole caminar.

Mi madre me habló ayer diciéndome lo que pasaba, me dijo las dos opciones que habían: Que Zera se recuperara, pero sin poder moverse del todo o que falleciera esa misma noche.

Yo tenía muy claro cual decisión iba a tomar si Zera tenía que pasar el resto de sus días acostada, sin la posibilidad de moverse. Iba a desgarrarme el alma, pero sabía que no podía dejar a mi fiel compañera sufrir, porque eso era lo que la veterinaria dijo que sería: sufrimiento.

Un día.

Un día más aguantó mi pequeña guerrera antes de decidir que dejar de luchar era la mejor opción. Un día y yo no estuve con ella, ni siquiera la pude ver una última vez antes de que mi mamá decidiera cual era la mejor opción para su eterno descanso.

Trato de concentrarme en la tinta y papel que está ante mis ojos. Mi escape cuando las cosas no están bien, mi lugar seguro, pero no puedo, no esta vez. No cuando cada que pestañeo imágenes inundan mi mente.

Zera y yo corriendo en el parque, Zera y yo jugando a la pelota, mis primos jugando con ella. Yo yendo a buscar a mi perrita después de llegar de un viaje para jugar con ella; yo acariciándola.

Recuerdo tras recuerdo viene a mí. No los detengo, no quiero hacerlo.

Aún recuerdo el día que decidí que ella iba a ser mi compañera de infancia. Mis padres me llevaron a una casa sin decirme que me esperaba en ella.

Cachorritos.

Había tantos, todos blancos y tan pequeños que pensaba que con el simple hecho de cargarlos se iban a romper. Mis padres hablaban con la dueña de esas increíbles criaturas mientras yo jugaba con ellas. Aún recuerdo como levantaba cachorro tras cachorro, convencida de que las hembras tenían su pancita color carne y los machos color azul.

La chica de los libros (En edición)Where stories live. Discover now