Capítulo 1

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Ciudad de Los Ángeles, diez años después.

Regan aventó la puerta del vehículo con un humor de perros y atravesó la entrada como si aplastara cucarachas. Maldijo a los tacones aguja que, según su madre, «estilizaban la postura de una dama», en cambio, admitía solo para sus adentros que se trataban de una verdadera tortura a la que las mujeres se sometían de buena gana.

Sorteó las diversas herramientas y los neumáticos desperdigados por el suelo de concreto del taller mecánico sobre la calle un letrero en la puerta que rezaba el nombre «Knightly's». Se detuvo delante de un automóvil, posicionado en transversal en medio del camino, lo que le imposibilitaba avanzar más allá.

El lugar era un galpón enorme con las paredes repletas de afiches de automóviles clásicos, al menos eso era un alivio. Regan suspiró, había esperado que estuviera empapelado con imágenes de mujeres ligeras de ropa y con atributos más que generosos. La música que salía por los parlantes colgados en lo alto de la pared contraria era aturdidora. Era alguna clase de banda de rock a la que le debían haber dado un golpe en los testículos al cantante, dado el griterío agudo y sin fin. ¿Cuándo respiraba?

Con una postura rígida y erguida, alzó la barbilla y observó el mundo desde la altura que le permitía su escaso metro y cincuenta y ocho centímetros.

«Una dama jamás camina con la vista fijada en los pies». Los dichos de su madre le reverberaban en la mente como frases intrusivas a las que no lograba ponerles freno.

Dando unos golpecitos impacientes en el suelo con la punta del zapato como cada vez que se impacientaba, aguardó un instante a que apareciera el dueño del local o algún encargado, asistente... ¡Quién fuera!

Unas calles atrás, a su vehículo le había comenzado a brotar humo oscuro por debajo del capot y unos ruidos extraños le auguraron que no viviría por mucho más tiempo. ¡Qué razón tuvo! Solo logró arribar hasta la puerta del taller más cercano que le indicó Google y murió de un paro cardiopulmonar fulminante.

Después de un rato sin que nadie se presentara, ya irritada, aplaudió de forma reiterada y con fuerza. La frustración le crecía a raudales por dentro. Tendría que haber llegado al trabajo hacía unos veinte minutos, sabía que su jefe no perdería la oportunidad para reprenderla como era usual, solo que esta vez tendría motivos.

De pronto, de debajo del automóvil cruzado, se deslizó un hombre con el cabello rubio despeinado como si recién se despertara de una siesta. ¿Estaría tomándose una allí abajo? Traía la musculosa blanca y el jean cubiertos de polvo, manchas de aceite y de lo que parecía grasa negra.



Lo primero que Travis vislumbró, cuando se impulsó con la camilla de mecánico por debajo del vehículo en el que trabajaba, fueron unos tacos altísimos, de un negro impecable que brillaba por el lustre. Ascendió la vista por los tobillos y las pantorrillas y lamentó que el resto estuviera cubierto por una falda tubo y ceñida que bien parecía un atuendo de sirena incompleto. Al elevar los ojos al rostro femenino, frunció el ceño. La mujer lo miraba con tal carga de enfado que lo sorprendió.

Saltó sobre los pies, se irguió y estiró la columna agarrotada por haberse pasado una buena hora bajo el coche. Se apartó los mechones rubios que le caían sobre los ojos con el revés de la mano y cuando la apartó del rostro distinguió el borrón de una mancha de grasa, la que debía haberse desparramado por la frente. Esbozó una sonrisa al contemplar la expresión de repugnancia que se reflejó en la joven, tenía que concederle que estaba un poco roñoso. Travis la observó hacia abajo, puesto que la mujer no era alta, apenas le arribaba al hombro. Era pequeña, parecía un poco estirada y, no sabía la razón, le daban ganas de molestarla un tanto después de la altivez con la que alzaba la barbilla.

Colores ocultosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora