Capítulo 4

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—Lo juro, Regan. ¡Esa mujer no es nadie para mí!

Jonathan corría tras ella y balbuceaba incoherencias después de que lo encontrara con la lengua metida en la garganta de una rubia repleta de curvas de las que ella escaseaba.

Regan sorteaba con rapidez a los asistentes de la fiesta de un colega de su prometido en Calabasas. Exprometido después de los últimos minutos. La ansiedad por escapar era acuciante. Sentía que las paredes y los invitados se cernían sobre ella, se hacían enormes a la par que Regan empequeñecía. La gente reía con vasos de cerveza en mano, disfrutaban de la música y las luces tenues mientras conversaban, ajenos a su desesperación por escapar.

Debía agradecer que, por los diferentes horarios de sus trabajos, habían decidido ir cada uno por su lado y encontrarse en la casa, por lo tanto, Regan tenía su vehículo estacionado a una calle de allí.

Solo había perdido de vista a su novio por unos minutos en los que Jonathan había ido a saludar unos amigos y, cuando ella alzó la vista al grupo, ya no estaba presente.

Jonathan era lo que sus padres denominarían el hombre perfecto: aspecto impecable, modales inmejorables, trabajo bien remunerado y con expectativas de crecimiento... En fin, lo que cualquier mujer podría desear. Lo que atestiguaba que algo no iba bien con Regan, porque, a pesar de las virtudes del hombre, a ella no le hacía latir el corazón a mayor velocidad ni sentir emoción alguna. Y si eso no era prueba suficiente, el que unas garras invisibles no le apretaran la garganta ni que le arrancaran las entrañas, tampoco angustia que la recorriera después de lo que acababa de presenciar y solo restar con un ego herido, ya lo decía todo.

No lo amaba. Lo sabía, pero lo acababa de confirmar como si un jurado la hubiera puesto a prueba.

Sin embargo, no se merecía semejante trato, ni ella ni ninguna mujer. Regan había sido una novia atenta y consentidora, poniendo un gran esfuerzo para que la relación siguiera a flote y avanzara. Quizás allí radicara el problema del asunto. ¿Una relación debía prolongarse a puro esfuerzo? ¿No tendría que existir una gran pasión como un ingrediente principal? ¿O un palpitar incontrolable cuando se encontraran? ¿Tal vez unas ansias de verse cuando estaban alejados? Para ella no había existido nada de eso, solo la conveniencia de que era el prometido que se esperaba. A veces que fuera el hombre correcto no lo hacía el adecuado. ¿O tal vez fuera al revés?

Iba tan ensimismada que, al dar unos pasos fuera de la casa, se sorprendió cuando la aferraron de un brazo y la voltearon de un tirón.

—¡Suéltame! —siseó al borde de perder la compostura, pero en el mismo tono helado que empleaba su madre para fulminar a alguien que consideraba inferior.

Jonathan la soltó en el acto, parecía impresionado ante su actitud defensiva y la frialdad que mostraba en la voz. Hasta ese momento él no había conocido esa cara oculta de ella, el témpano en el que convertía y que congelaba todo a su alrededor como la maldita Elsa de Frozen, porque así había aprendido de los Carrington y no por nada portaba no solo el apellido, sino también ese líquido espeso que le corría por las venas.

—¿Qué querías que hiciera? Tu...

—¿Yo qué?

El cuerpo le vibraba por la tensión contenida. Era como una olla a punto ebullición, necesitaba salir de allí y dejar escapar los demonios que pugnaban por dominarla. La antigua Regan luchaba por ser liberada con cada fuerza de su ser, aquella joven que exteriorizaba las emociones sin control y que tanto tiempo llevaba enterrada en la fosa más profunda del alma.

—¡Eres una maldita frígida! —le gritó a plena cara y varios invitados que se hallaban en el porche de la entrada se volvieron hacia ellos, algunos con expresiones de vergüenza, otros escondían las risas detrás de las manos o los vasos—. No tienes sangre en el cuerpo y esa mujer puede calentar hasta a un santo... En cambio, tú... tú... No sé cuál es tu maldito problema.

Colores ocultosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora