Capítulo 8

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Estaba congelada. Regresaba de stalkear por horas en la entrada de la empresa de McKnee. Al no tener una cita, los guardias de seguridad no le habían concedido el acceso.

Se trataba de uno de los edificios más antiguos de Los Ángeles, fundado por el abuelo del presidente de la compañía y con un diseño arquitectónico que databa de inicios del siglo pasado. Desde las puertas vidriadas podían contemplarse los pisos de granito, el inicio de unas escaleras de mármol a los lados de los ascensores y unos techos altísimos adornados por unos frescos del firmamento y querubines.

En un comienzo se había centrado en importaciones y, con el paso del tiempo, se había ampliado a las inversiones en el área inmobiliaria a gran escala.

Regan trató de averiguar dónde se hallaba el presidente, pero, de nuevo, no obtuvo resultado alguno. Sin embargo, había escuchado a dos empleadas, cuando salían por el almuerzo, comentar que McKnee participaría de una cena benéfica esa misma noche. Era su última oportunidad de atraerlo a participar en el proyecto.

Retornó a su trabajo convertida en una estatua de hielo y se encaminó con rigidez hacía su cubículo. Solo quería tomar una infusión tan caliente que la devolviera a la vida y sacarse esa sensación de haber estado en presencia de Medusa.

—¡Regan! —El vozarrón resonó a lo largo de la planta y pareció astillar ventanas y hacer temblar los muros.

Se detuvo en el acto y se encaminó hacia el despacho con paso lento y con los pies convertidos en dos cubos de concreto. Solo que ella no era una víctima de la mafia y no sería lanzada al océano como en aquellas películas viejas.

—¿Conseguiste a McKnee? —Hindley lanzó la pregunta con brusquedad e impaciencia.

Regan cuadró los hombros y clavó los ojos en el rostro regordete y enrojecido. Las cejas eran tan pobladas que le cubrían los parpados y el bigote amarillento hubiera dejado en evidencia que fumaba un habano tras otro si no fuera por el olor nauseabundo que predominaba en el lugar.

Se armó de valor, sabía lo que desencadenaría la negativa que mantenía en la punta de la lengua. A pesar de que daba una imagen de suficiencia, se empequeñeció por dentro y se vio, como cuando era una niña, frente a sus padres con la cabeza gacha y ellos convertidos en dos gigantes juzgadores. Odiaba esa sensación y amaría conseguir sacudírsela como quien se saca las motas de polvo en la manga de la chaqueta.

—No, señor. —La voz le salió alta y potente y no reflejaba el temblor que la movilizaba por dentro.

Un gruñido o un gorgoteo escuchó provenir del hombre. ¿Tal vez se estuviera ahogando por la impresión? Esperaba que no porque no sabía realizar maniobras de RCP.

—Recoge tus cosas, Regan. Estás despedida.

Esperó el golpe interno, uno que suponía le daría en pleno pecho y que iría acompañado de un temor sin igual. No obstante, este nunca llegó. Una especie de calma la invadió como a un yogui que regresaba de encontrar ese nirvana del que tanto había oído hablar.

Aunque una fotografía mental de George y Helen la hizo suspirar. Había conquistado batallas, pero aún no había ganado la guerra por recuperarse a sí misma y cortar los hilos que la movían.

Sabía que sucumbiría a los mandatos familiares y no tardó en hacerlo.

—Pero, señor, hoy él estará...

—No me importa —interrumpió el hombre—. Jessica tomará tu proyecto, ella siempre consigue el trato.

Era cierto que su compañera tenía más habilidades en la negociación y mayor poder de convencimiento. Atrapaba la presa que le era encomendada por más escurridiza que fuera y era tenaz en conseguir los objetivos propuestos. Pero, sobre todo, se notaba que disfrutaba el trabajo cuando Regan lo detestaba.

Colores ocultosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora