37. Lo que hay al final de la escalera

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Primero fue el frío: estaba en todas partes, afuera y adentro de su cuerpo, muy distinto del frescor agradable de su sueño con el bosque nevado

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Primero fue el frío: estaba en todas partes, afuera y adentro de su cuerpo, muy distinto del frescor agradable de su sueño con el bosque nevado. Luego fue la luz, cuando consiguió abrir los ojos. Le pesaban las pestañas, donde la escarcha se había asentado. Ante él se desplegó un lugar tan imposible que creyó que estaba teniendo una alucinación, una caverna de otro mundo. Todo era hielo: el techo, las paredes, el suelo. Como si tuvieran luz propia, brillaban con un destello tenue pero constante que le dañaba la vista. Fue entonces que Dion movió la cabeza a un lado y los hilos de hielo se hundieron un poco en la piel de su cuello.

No se concentraban solamente allí, entendió pronto: estaba atrapado en una red que lo mantenía suspendido como un insecto en una telaraña, crucificado en una trampa gélida entre dos pilares de hielo. Los hilos eran tan intrincados que rodeaban no solo sus brazos y sus piernas sino cada uno de sus dedos. Su movilidad era limitada: al tratar de sacudirse consiguió balancearse un poco, porque la red era elástica, pero no lo suficiente para soltarse. La trampa se acomodaba a sus movimientos y lo mantenía donde estaba. Por eso, al escuchar los pasos que venían desde atrás, no pudo volverse para ver de quién se trataba. En realidad, no hacía falta.

Por el rabillo del ojo vio aparecer, como era de esperarse, al hada albina. Blanca y solemne, caminaba acompañada por una joven humana de piel trigueña que llevaba el pelo, de un tono cobrizo, arreglado en una trenza. Vestía un abrigo abultado, que Dion imaginó que era la reina guerrera de la que Casio había hablado. 

Las dos se pararon frente al punto donde estaba suspendido Dion, quien al intentar hablar se encontró que tenía los labios pegados por una capa de hielo.

La de la trenza se adelantó, y cuando lo hacía, Dion vio que entre su abrigo guardaba una espada.

—Perdona nuestros modales —dijo la mujer, mientras acariciaba el mango de su espada—. Sentimos que necesitábamos intervenir con urgencia.

Deshacer los hilos podía ser imposible de momento, pero Dion se enfocó en derretir el frío que recubría sus labios, y este empezó a ceder.

—Tranquilo —continuó la de la trenza—. Es por tu bien.

El calor de la rabia al escuchar esas palabras le dio a Dion el último impulso para disolver el hielo que le impedía hablar.

—¿Por mi bien? —exclamó—. ¿Cómo puede ser esto por mi bien?

—No ibas a escucharnos—dijo el hada albina, mirándolo con severidad. A continuación, su voz áspera se levantó un poco sin llegar a gritar—: Estás contaminado por esos humanos. —La forma en que se detuvo a tomar aire, como si hablar le supusiera un esfuerzo real, confundió a Dion.

—¡¿Qué?!

—Aura —intervino la otra, poniendo un hombro sobre el hada albina—, vamos a empezar por el principio. Mi nombre es Evana y soy la reina de Liverna. No espero que lo conozcas, es un lugar que queda lejos, en la zona de las tierras frías. En el pasado estábamos más en contacto con esta parte del mundo, pero durante mucho tiempo nos contentamos con permanecer aislados.

El príncipe de las hadas (completa)Hikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin