La señora Rachel se horroriza

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Ana llevaba ya dos semanas en «Tejas Verdes» cuando la señora Lynde fue a visitarla. Para hacerle justicia, hay que aclarar que no tuvo la culpa de su tardanza. Una fuerte gripe fuera de estación había confinado a la buena señora en su casa casi desde su última visita a «Tejas Verdes». La señora Rachel no se ponía enferma a menudo y despreciaba a quienes lo estaban; pero la gripe, aseguraba, no era como las demás enfermedades, y sólo podía interpretarse como una visita especial de la Providencia. Tan pronto como el médico le permitió salir, se apresuró a correr a «Tejas Verdes», muerta de curiosidad por ver a la huérfana de Matthew y Marilla, inquieta por las historias y suposiciones de toda clase que se habían divulgado por Avonlea.

Ana había aprovechado bien cada instante de aquellos quince días. Ya había trabado conocimiento con cada uno de los árboles y arbustos del lugar. Había descubierto un sendero que comenzaba más allá del manzanar y subía a través del bosque y lo había explorado hasta su extremo más lejano, viendo el arroyo y el puente, los montes de pinos y arcos de cerezos silvestres, rincones tupidos de helechos y senderos bordeados de arces y fresnos.

Se había hecho amiga del manantial de la hondonada, aquel maravilloso manantial profundo, claro y frío como el hielo, adornado con calizas rojas y enmarcado por helechos acuáticos.

Y más allá había un puente de troncos sobre el arroyo.

Aquel puente conducía los danzarines pies de Ana hacia una colina boscosa donde reinaba un eterno crepúsculo bajo los erguidos pinos y abetos. Las únicas flores que había eran los miles de delicadas campanillas, las más tímidas y dulces de la flora de los bosques, y unas pocas y pálidas azucenas como espíritus de los capullos del año anterior. Las delgadas hebras centelleaban como plata entre los árboles y las ramas de los pinos y las campanillas parecían cantar una canción de amistad.

Todos estos embelesados viajes de exploración eran llevados a cabo en los ratos libres que le quedaban para jugar, y Ana ensordecía a Marilla y a Matthew con sus descubrimientos. No era que Matthew se quejase; escuchaba todo sin decir una palabra y con una sonrisa de regocijo en el rostro. Marilla permitía la «charla», hasta que se daba cuenta de que ella misma se estaba interesando demasiado, y entonces interrumpía a Ana bruscamente con la orden de que cerrara la boca.

Ana estaba fuera, en el huerto, vagando a sus anchas por el césped fresco y trémulo salpicado por la rojiza luz del atardecer, cuando llegó la señora Rachel, de modo que la buena señora tuvo una magnífica ocasión para hablar de su enfermedad, describiendo cada dolor y cada latido del pulso con una satisfacción tan evidente que Marilla pensó que hasta la gripe debía tener sus compensaciones. Cuando terminó con todos los detalles, la señora Rachel dejó caer la verdadera razón de su visita.

—He escuchado cosas muy sorprendentes sobre usted y Matthew.

—No creo que esté usted más sorprendida que yo misma —dijo Marilla—. Todavía me estoy recuperando de la sorpresa.

—Es una lástima que se diera tal equivocación —dijo la señora Rachel—. ¿No podrían haberla devuelto?

—Supongo que sí, pero decidimos no hacerlo. Matthew se encariñó con ella. Y a mí también me gusta, aunque reconozco que tiene defectos. La casa ya parece otra. Es una niña realmente inteligente.

Marilla dijo más de lo que tenía intenciones de expresar cuando comenzó a hablar, pues leía el reproche en la expresión de la señora Rachel.

—Es una gran responsabilidad la que se ha tomado —dijo la dama tétricamente—, especialmente cuando nunca ha tenido práctica con criaturas. Supongo que conoce mucho sobre ella o sobre su carácter, y nunca se sabe cómo ha de resultar un chico de éstos. Pero en realidad no quiero desanimarla, Marilla.

Ana la de Tejas VerdesWhere stories live. Discover now