Una alumna de la Academia de la Reina

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Las tres semanas siguientes fueron de mucha actividad en «Tejas Verdes», pues Ana se estaba preparando para ir a la Academia y quedaba mucho por coser y arreglar. El equipaje de Ana fue abundante y bonito; Matthew se ocupó de ello y por una vez Marilla no objetó nada a lo que él eligiera o comprara. Más aún, una tarde subió ella misma a la buhardilla con los brazos llenos de un delicado material verde pálido.

—Ana, aquí tienes algo para hacerte un vestido vaporoso. No creo que lo necesites en realidad; tienes bastantes vestidos pero he pensado que te gustaría algo elegante para ponerte si tuvieras que salir de noche alguna vez en la ciudad, a una fiesta o algo por el estilo. He oído que Jane, Ruby y Josie tienen «trajes de noche» como se les llama y no quiero que seas menos que ellas. La señora Alian me ayudó a elegirlo la semana pasada en el pueblo y conseguiremos que Emily Gillis te lo cosa. Emily tiene buen gusto y sus conjuntos son inigualables.

—Oh, Marilla, es simplemente hermoso —dijo Ana—, muchísimas gracias. No debería ser tan buena conmigo; cada día se me hace más difícil irme.

El vestido verde fue confeccionado con cuantos volantes, alforzas y frunces permitiera el buen gusto de Emily. Ana se lo puso una noche para placer de Marilla y Matthew y recitó «El voto de la Doncella» para ellos en la cocina. Mientras Marilla contemplaba la cara brillante y animada y los movimientos gráciles, sus pensamientos volvieron a la noche en que Ana llegara a «Tejas Verdes», y se representó la vivida imagen de la extraña y asustada niña con su ridículo vestido de lana amarillo pardusco y dolorosa mirada. Algo en aquel recuerdo trajo lágrimas a los ojos de Marilla.

—Mi poesía la ha hecho llorar, Marilla —dijo Ana alegremente, inclinándose sobre su silla para depositar un suave beso en su mejilla—. A eso llamo yo un triunfo positivo.

—No, no lloraba por la declamación —dijo Marilla, que se hubiera despreciado por mostrar tal debilidad ante «poesías»—. No pude evitar pensar en la niña que fuiste, Ana. Y deseaba que te hubieras quedado así, a pesar de tus rarezas. Ya has crecido y te vas y pareces tan alta y elegante y tan... tan... completamente diferente con ese vestido... como si ya no pertenecieras a Avon-lea... y yo me sentí tan sola al pensarlo.

—¡Marilla! —Ana se sentó en la falda de su protectora, tomó su arrugada cara entre sus manos y la miró a los ojos grave y tiernamente—. No he cambiado en lo más mínimo, de verdad. Es mi exterior. El verdadero yo, aquí dentro, está igual. No modificará nada donde vaya o cuanto cambie exteriormente; en el corazón siempre seré su pequeña Ana y os querré cada día más.

Ana apoyó su fresca mejilla contra la ajada de Marilla y alargó la mano para palmear el hombro de Matthew. Marilla hubiera dado cuanto tenía por poseer el poder de Ana para traducir en palabras sus sentimientos; pero la naturaleza y la costumbre lo habían decidido en sentido contrario, y lo único que podía hacer era abrazar a la muchacha y apretarla contra su corazón, deseando no tener nunca que dejarla ir.

Matthew, con una sospechosa humedad en los ojos, se puso de pie y salió al campo. Bajo las estrellas de la noche de verano cruzó el jardín hasta la puerta de los álamos.

—Bueno, sospecho que no ha sido mal criada —murmuró orgullosamente—. Creo que el que me entremetiera ocasionalmente no hizo mucho daño, Es inteligente, guapa y adorable. Ha sido una bendición para nosotros, y nunca hubo un error más afortunado que el de la señora Spencer, si es que fue cosa de suerte. No lo creo. Fue la Providencia; el Todopoderoso sabía que la necesitábamos.

Llegó por fin el día en que Ana tuvo que partir. Ella y Matthew salieron en el coche una hermosa mañana de septiembre, después de una lacrimosa despedida de Diana, y otra, seca y práctica, de Marilla, por lo menos por parte de ésta. Pero cuando Ana hubo partido, Diana secó sus lágrimas y fue a una excursión a la playa de White Sands con algunos de sus primos de Carmody, donde consiguió olvidar su tristeza; Marilla, sin embargo, se lanzó fieramente a hacer trabajos innecesarios y continuó haciéndolos durante todo el día, con el más amargo dolor de cabeza, el que quema y desgarra sin poder deshacerse en lágrimas. Pero aquella noche, cuando Marilla se acostó, aguda y miserablemente consciente de que en la pequeña habitación no palpitaba la presencia de una vida juvenil, ni la quietud era turbada por ningún suave suspiro, hundió su cara en la almohada y lloró por su muchacha con sollozos tan apasionados que la aterraron cuando recobró la calma lo suficiente como para reflexionar sobre lo malo que era querer tanto a un ser pecador como ella.

Ana la de Tejas VerdesWhere stories live. Discover now