La opinión de Ana sobre la escuela dominical

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—Bueno, ¿qué te parece? —dijo Marilla. Ana estaba en su cuarto, observando solemnemente tres vestidos nuevos que se hallaban sobre la cama. Uno era de una tela de algodón amarillo que Marilla había comprado el verano anterior a un buhonero, tentada por lo duradera que parecía; otro, de raso a cuadros blancos y negros, tela que había obtenido en un tenducho de compra y venta en el invierno; y el tercero, estampado en un feo azul que había adquirido aquella semana en un negocio de Carmody.

Los había hecho ella misma, y eran todos iguales: faldas sencillas unidas a batas sencillas con mangas tan sencillas como las batas y las faldas, y tan estrechas como pueden serlo unas mangas.

—Imaginaré que me gustan —dijo Ana juiciosamente.

—No quiero que lo imagines —exclamó Marilla, ofendida—. ¡Oh, ya veo que no te gustan! ¿Qué tienen de malo? ¿No son pulcros y limpios y nuevos?

—Sí.

—¿Entonces por qué no te gustan?

—No son... no son... bonitos —dijo Ana de mala gana.

—¡Bonitos! —bufó Marilla—. No me preocupé de que fueran bonitos. No creo en vanidades tontas, Ana, te lo digo directamente. Esos vestidos son buenos, duraderos, sin ringorrangos ni volantes y son cuanto tendrás este verano. El amarillo y el azul estampado te los pondrás para ir al colegio cuando comiencen las clases, y el de raso lo usarás para ir a la iglesia y a la escuela dominical. Espero que los conservarás pulcros y limpios y que \ no los romperás. Pensé que estarías agradecida después de esas 1 mezquinas ropas que has estado llevando.

—Oh, estoy agradecida —protestó Ana—. Pero lo hubiera estado muchísimo más si... si me hubieras hecho uno con mangas abullonadas. ¡Las mangas abullonadas están tan de moda ahora! ¡Me estremecería tanto usar un vestido con mangas abullonadas!

—Bueno, tendrás que quedarte sin tu estremecimiento. No tengo género para desperdiciar en mangas abullonadas. De cualquier modo, me parecen ridículas. Prefiero las lisas y sencillas.

—Pero me gustaría parecer ridícula igual que todas las demás en lugar de lisa y sencilla yo sola —insistió Ana tristemente.

—¡Como para hacerte caso! Bueno, cuelga esos vestidos cuidadosamente en tu armario y luego siéntate y estudia tu lección para la escuela dominical. El señor Bell me dio un libro para ti e irás a la escuela mañana —dijo Marilla, desapareciendo escaleras abajo con ira.

Ana juntó las manos y miró los vestidos.

—Tenía esperanza de que uno fuera blanco y con mangas abullonadas —murmuró con desconsuelo—. Recé para que así fuera, pero no me hice muchas ilusiones. Suponía que Dios no tendría tiempo para molestarse por el vestido de una huérfana. Sabía que sólo dependería de Marilla. Bueno, afortunadamente puedo imaginarme que uno es de muselina blanca como la nieve, con encantadores volantes de encaje y mangas muy abullonadas.

A la mañana siguiente, un fuerte dolor de cabeza le impidió a Marilla acompañar a Ana a la escuela dominical.

—Tienes que ir y preguntar por la señora Lynde —le dijo—. Ella se ocupará de ponerte en el grado que te corresponda. Ahora, decídete a portarte convenientemente. Luego pídele a la señora Lynde que te indique nuestro banco. Aquí tienes una moneda para la colecta. No mires a todos lados y no molestes. Espero que me cuentes el sermón cuando regreses.

Ana se puso en marcha intachablemente, engalanada con el vestido de raso blanco y negro, el cual, decente en lo que se refería a su largo, y sin merecer el apelativo de mezquino, contribuía a acentuar cada uno de los ángulos de su delgado cuerpecillo. Llevaba un sombrero de marinero nuevo, plano y brillante, cuya extrema chatura había igualmente desilusionado a Ana, que se había permitido soñar con cintas y flores. Sin embargo, puso unas cuantas de estas últimas antes de llegar al camino principal; habiéndose encontrado a mitad de la senda que bajaba al camino con un dorado brote de narcisos agitados por el viento y de rosas silvestres, Ana prontamente engalanó su sombrero con una abundante guirnalda. No importa lo que pensaran los demás del resultado, éste la satisfacía y bajó alegremente al camino irguiendo orgullosamente su roja cabeza decorada de rosa y amarillo.

Ana la de Tejas VerdesWhere stories live. Discover now