La confesión de Ana

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El lunes por la noche, ya en la semana de la excursión, Marilla bajó de su habitación con cara preocupada.

—Ana —dijo al pequeño personaje que pelaba guisantes sobre la inmaculada mesa, al tiempo que cantaba «Nelly en la cañada de los avellanos» con un vigor y una expresión que daban crédito de las enseñanzas de Diana—. ¿Has visto mi broche de amatista? Me parece que lo dejé en el alfiletero ayer tarde cuando regresé de la iglesia, pero no lo puedo encontrar por ninguna parte.

—Yo lo vi esta tarde mientras usted estaba en la Sociedad de Ayuda —dijo Ana con lentitud—. Crucé frente a la puerta y lo vi en el alfiletero, de manera que entré a mirarlo.

—¿Lo tocaste? —dijo Marilla severamente.

—Sí-í-í —admitió Ana—. Lo cogí y lo prendí a mi pecho para ver cómo quedaba.

—No tenías por qué hacerlo. Está muy mal que una niña se entrometa. En primer lugar, no debiste haber entrado en mi habitación, y en segundo lugar, tampoco debiste haber tocado un broche que no te pertenecía. ¿Dónde lo has puesto?

—Oh, lo volví a colocar en el alfiletero. No lo tuve puesto ni un minuto. De verdad, Marilla, no quise entrometerme. No pensé que fuera algo malo entrar y probarme el broche; ahora que lo sé, no volveré a hacerlo. Eso es algo bueno que tengo; nunca hago dos veces algo malo.

—No lo pusiste allí —dijo Marilla—. Ese broche no está en el mueble. Algo habrás hecho con él, Ana.

—Lo volví a poner allí —dijo la niña rápidamente—, no me acuerdo si lo pinché en el alfiletero o lo dejé en el platito de loza. Pero estoy perfectamente segura de que lo volví a dejar en su habitación.

—Volveré a echar otra mirada —dijo Marilla, dispuesta a ser justa—. Si lo pusiste en el mueble, allí estará todavía. Si no está, sabré que no lo hiciste.

Marilla volvió a su habitación e hizo una búsqueda escrupulosa, no sólo sobre el mueble, sino por todos los lugares donde pensó que podía haber ido a parar el broche. No lo pudo hallar y volvió a la cocina.

—Ana, el broche ha desaparecido. Has reconocido que fuiste la última persona que lo tuvo en la mano. Ahora bien, ¿qué hiciste con él? Dime la verdad: ¿lo llevaste fuera y lo perdiste?

—No —contestó Ana solemnemente, mirando a los enojados ojos de Marilla—. Nunca saqué su broche de la habitación; ésa es la verdad, aunque tuviera que ir al patíbulo por ello. Claro que no estoy muy segura de qué es un patíbulo, pero no importa. Así es, Marilla.

El «así es» de Ana sólo pretendía dar énfasis a su afirmación, pero Marilla lo tomó como un desafío.

—Creo que me estás diciendo una mentira, Ana. Sé que eres capaz. Ahora, no digas una sola palabra más, a menos que sea la verdad. Vete a tu cuarto y quédate allí hasta que estés dispuesta a confesar.

—¿Puedo llevarme los guisantes? —dijo Ana dócilmente.

—No, yo terminaré de pelarlos. Haz lo que te ordeno.

Cuando Ana se hubo ido, Marilla realizó sus labores vespertinas con la mente turbada. Se hallaba preocupada por su valioso broche. ¿Y si Ana lo había perdido? Y qué maldad la de la niña al negar que lo había sacado, cuando cualquiera podía ver que lo había hecho. ¡Y con una cara tan inocente!

—No sé cómo no se me ocurrió antes —pensó, mientras pelaba nerviosamente los guisantes—. No creo que pensara robarlo. Lo cogió para jugar o ayudar a su imaginación. Debe haberlo cogido, está claro, pues nadie ha ido a esa habitación hasta que yo subí esta noche. Y el broche ha desaparecido. Supongo que lo habrá perdido y no quiere reconocerlo por temor al castigo. Es algo terrible pensar que dice mentiras; peor aún que sus enfados. Es una terrible responsabilidad tener en casa a una criatura en la que no se puede confiar. Hipocresía y falsedad es lo que ha demostrado. Eso me mortifica más que lo del broche. Si me hubiera dicho la verdad, no me importaría tanto.

Ana la de Tejas VerdesWhere stories live. Discover now