Tormenta en el colegio

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—¡Qué día tan espléndido! —dijo Ana exhalando un suspiro—. ¿No es simplemente maravilloso vivir en un día así? Compadezco a la gente que todavía no ha nacido. Por supuesto, podrá tener días buenos, pero nunca uno como éste. ¿Y no es aún más espléndido tener un sendero tan adorable para ir a la escuela?

—Es muchísimo más bonito que ir por el camino; es tan polvoriento y caluroso —dijo Diana mientras espiaba dentro de su cesta y calculaba mentalmente cuántos trozos le tocarían si dividía entre diez niñas las tres jugosas y sabrosísimas tortas de frambuesa que llevaba.

Las niñas de la escuela de Avonlea siempre compartían sus comidas, y quien hubiera comido tres tortas de frambuesa o las compartiera sólo con su mejor amiga hubiera merecido para siempre el estigma de «horrible mezquina». Y así, después que la torta era repartida entre diez, lo que se recibía era tan poco que resultaba un tormento.

El camino de la escuela era muy bonito. Ana pensó que losviajes de ida y vuelta de la escuela con Diana no podían ser mejorados ni con la imaginación. Ir por el camino principal eramuy poco romántico; pero ir por el Sendero de los Amantes ypor Willowmere y por el Valle de las Violetas y el Camino delos Abedules, sí lo era. El Sendero de los Amantes comenzabamás allá del huerto de «Tejas Verdes» y se extendía hasta los bosques al terminar la granja de los Cuthbert. Era el camino por donde se llevaban a pastar las vacas y se transportaba la madera en el invierno. Ana lo había denominado el Sendero de los Amantes después de pasar un mes en «Tejas Verdes».

—No es que los amantes realmente caminen por ahí —le explicó a Marilla—, pero Diana y yo estamos leyendo un libro perfectamente magnífico y en él hay un Sendero de los Amantes. De manera que también nosotras quisimos tener uno. Y es un nombre muy bonito, ¿no le parece? ¡Tan romántico! Podemos imaginarnos amantes paseándose por él. Me gusta ese sendero; por allí se puede pensar en voz alta sin que la gente te tome por loca.

Cada mañana, Ana descendía por el Sendero de los Amantes hasta el arroyo. Allí se encontraba con Diana y las dos niñas subían por el sendero bajo el arco de los abedules —«¡los abedules son árboles tan sociables!», decía Ana; «siempre están susurrando y murmurándonos cosas»—, hasta que llegaban a un rústico puente. Allí dejaban el sendero y cruzaban el campo del señor Barry por la parte de atrás, pasando por Willowmere. Después de Willowmere venía el Valle de las Violetas, un pequeño hoyuelo verde a la sombra de los inmensos árboles del señor Andrew Bell.

—Por supuesto, ahora no hay violetas allí —le dijo Ana a Marilla—, pero dice Diana que hay millones en primavera. Oh, Marilla, ¿puede imaginárselas? Realmente quita el aliento. Lo llamé el Valle de las Violetas. Diana dice que nunca vio una capacidad como la mía para poner bellos nombres a todos los lugares. Es agradable tener inteligencia para algo, ¿no es cierto? Pero Diana inventó El Camino de los Abedules. Quiso hacerlo, de modo que la dejé; pero estoy segura de que yo podría haber hallado algo más poético que eso. Cualquiera puede pensar un nombre así. Pero El Camino de los Abedules es uno de los lugares más hermosos del mundo, Marilla.

Lo era. Otras personas aparte de Ana habían pensado así al dar con él. Era una estrecha senda llena de recovecos que bajaba de una gran colina justo entre los bosques del señor Bell, donde la luz llegaba a través de tantas pantallas color esmeralda, que era tan impoluta como el corazón de un diamante. En toda su extensión se hallaba guarnecida por delgados abedules de blancos troncos y flexibles ramas; helechos y estrellas, lirios, ramilletes escarlatas y cerezos silvestres crecían a lo largo; siempre había en el aire un delicioso aroma y en lo más alto de los árboles el canto de los pájaros y el murmullo y la risa de los vientos del bosque. De vez en cuando, si uno se quedaba quieto, se podía ver saltar un conejo por el camino, cosa que, en el caso de Ana y Diana, sucedía muy raras veces. Abajo en el valle, la senda desembocaba en el camino principal y desde allí hasta el colegio no quedaba más que la Colina de los Abetos.

Ana la de Tejas VerdesWhere stories live. Discover now