Un voto solemne y una promesa

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Hasta el viernes siguiente Marilla no se enteró de la historia del sombrero adornado con flores. Al volver de casa de la señora Lynde, llamó a Ana.

—Ana, la señora Rachel dice que el domingo fuiste a la iglesia con el sombrero ridículamente adornado con rosas y narcisos. ¿Qué te impulsó a hacer eso? ¡Debes haber sido algo digno de verse!

—Oh, ya sé que el rosa y el amarillo no me quedan bien —empezó Ana.

—¡Muy bonito! ¡Lo ridículo fue ponerle flores al sombrero, no importa de qué color fueran! ¡Eres la criatura más extravagante!

—No veo que sea más ridículo llevar flores en el sombrero que en el vestido —protestó Ana—. Infinidad de niñas tenían ramos de flores sujetos al vestido. ¿Cuál es la diferencia?

A Marilla no la iban a llevar de la seguridad de lo concreto a las dudosas rutas de lo abstracto.

—No me contestes así, Ana. Fuiste una tonta. Que no te vuelva a ver hacerlo. La señora Rachel dijo que hubiera querido que la tierra la tragase cuando te vio llegar ataviada así. No pudo acercarse a decirte que te las quitaras hasta que fue demasiado tarde. Diré que la gente lo consideró algo horrible. Desde luego que pensaran que yo te he dejado salir así.

—Oh, lo siento tanto —dijo Ana, con las lágrimas asomándole a los ojos—. Nunca pensé que le desagradara. Las rosas y los narcisos eran tan bonitos que me pareció que quedarían bien en el sombrero. Muchas de las niñas llevaban flores artificiales en los sombreros. Me parece que voy a ser un dolor de cabeza para usted. Quizá será mejor que me devuelva al asilo. Eso sería terrible; no creo que pudiera resistirlo. Es probable que muriera consumida por la tristeza; ¡así y todo, estoy tan delgada! Pero todo eso es mejor que ser un dolor de cabeza para usted.

—Tonterías —dijo Marilla, enfadada consigo misma por haber hecho llorar a la niña—. Puedes estar segura de que no quiero devolverte al asilo. Todo cuanto deseo es que te comportes como las otras niñas y no hagas el ridículo. No llores más. Tengo algunas noticias que darte. Diana Barry ha regresado esta tarde. Voy a pedirle prestado el -patrón de una falda; y si quieres, puedes acompañarme y así conocer a Diana.

Ana se puso en pie, con las manos apretadas y las lágrimas corriéndole aún por las mejillas; el trapo de cocina que estaba doblando cayó desplegado sobre el piso.

—Oh, Marilla, tengo miedo; ahora que ha llegado el momento, tengo miedo de verdad. ¿Qué pasaría si no le gusto? Seria la desilusión más trágica de mi vida.

—Vamos, no te aturdas. Me gustaría que no emplearas palabras largas. Suena tan raro en una niña. Creo que le gustarás bastante a Diana. Es a su madre a quien debes conquistar. Si se ha enterado de tu contestación a la señora Lynde y de tu aparición en la iglesia con flores en el sombrero, no sé qué pensará de ti. Debes ser cortés y bien educada y no hacer ninguno de tus sorprendentes discursos. ¡Por todos los santos, estás temblando!

Ana estaba temblando y tenía la cara pálida y tensa.

—Oh, Marilla, también usted estaría excitada si estuviera a punto de conocer a una niña que espera que sea su amiga del alma y a cuya madre corriera el peligro de no gustarle —dijo mientras se apresuraba a ponerse el sombrero.

Fueron hasta «La Cuesta del Huerto» por el atajo del arroyo, subiendo la colina de los abetos. La señora Barry salió a la puerta de la cocina en contestación a la llamada de Marilla. Era una mujer alta, de ojos y cabellos negros, con boca resuelta. Tenía la reputación de ser muy estricta con sus hijos.

—¿Cómo está usted, Marilla? —dijo cordialmente—. Pase, Supongo que ésta es la niña que han adoptado.

—Sí. Se llama Ana Shirley.

Ana la de Tejas VerdesWhere stories live. Discover now