La fundación del Club de la Academia de la Reina

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Marilla dejó caer el tejido sobre la falda y se arrellanó en su silla. Tenía los ojos cansados y pensó vagamente que debía hacer cambiar sus lentes la próxima vez que fuera al pueblo, pues se le cansaban mucho de un tiempo a esta parte.

Era casi de noche, pues el opaco crepúsculo de noviembre ya había caído en «Tejas Verdes» y la única luz en la cocina venía de las danzarinas llamas del hogar.

Ana, sentada a la turca frente a la chimenea, contemplaba el alegre resplandor de las astillas de arce de las que goteaba el sol de cien veranos. Había estado leyendo, pero su libro se encontraba ahora en el suelo, y soñaba, con una sonrisa en los labios entreabiertos. Rutilantes castillos en el aire tomaban forma entre la niebla de su fantasía; aventuras maravillosas ocurrían en su región de ensueño, aventuras que siempre acababan triunfalmente y que nunca la llevaban a situaciones tan embarazosas como las de la vida real.

Marilla la contemplaba con una ternura que sólo a la suave luz del hogar se atrevía a aflorar. Expresar el amor abiertamente era una lección que Marilla jamás aprendería. Lo que sí había aprendido era a querer a esta delgada muchacha de ojos grises con un afecto tan profundo como no demostrado. Su amor la hacía temer ser excesivamente blanda. Tenía la incómoda sensación de que era algo pecaminoso dar el corazón con tanta intensidad a una criatura humana y quizá hacía una especie de penitencia inconsciente al ser más estricta con aquella niña que si la hubiera querido menos. Ni siquiera Ana tenía idea de cuánto la quería Marilla. Algunas veces creía que era muy difícil de complacer y que carecía de simpatía y comprensión. Pero siempre desechaba el pensamiento recordando cuánto debía a Marilla.

—Ana —dijo Marilla de improviso—, la señorita Stacy ha venido esta tarde mientras estabas con Diana.

La muchacha volvió del más allá con un salto y un suspiro.

—¿Sí? ¡Oh, cuánto siento no haber estado! ¿Por qué no me ha llamado? Diana y yo estábamos en el Bosque Embrujado. Los bosques están hermosos ahora. Todo el bosque, los helechos, las hojas, han comenzado su sueño, como si alguien los hubiera arropado hasta la primavera bajo un manto de hojas muertas. Creo que fue el hada del arco iris la que lo hizo. Diana trata de no pensarlo; nunca olvida la reprimenda que le dio su madre por imaginar fantasmas en el Bosque Embrujado. Tuvo un efecto horrible en su imaginación: se la embotó. La señora Lynde dice que Myrtle Bell es un ser embotado. Le pregunté a Ruby Gillis porqué y me dijo que sospechaba que era porque había vuelto su novio. Ruby no piensa más que en novios, y cuanto más crece, peor se pone. Los jóvenes están muy bien en su lugar, pero no está bien meterlos en todas partes, ¿no es cierto? Diana y yo estamos pensando seriamente en prometer que nunca nos casaremos, sino que seremos unas espléndidas ancianas y viviremos juntas siempre. Diana aún no se ha decidido, porque piensa que quizá sería más noble casarse con algún joven osado, salvaje y perverso para reformarlo. ¿Sabe?, Diana y yo hablamos ahora de temas muy serios. Nos sentimos más viejas que antes y no es cosa de hablar de chiquilladas. Es solemne tener casi catorce años, Marilla. La señorita Stacy nos llevó a todas las niñas entre trece y diecinueve años de paseo junto al arroyo el miércoles pasado y nos habló de eso. Dijo que debíamos ser muy cuidadosas con los hábitos que adquiramos durante esta edad, porque cuando lleguemos a los veinte nuestro carácter estará desarrollado y echados los cimientos para toda la vida futura. Y añadió que si los cimientos temblaban, nunca podríamos construir encima nada de valor. Diana y yo discutimos el asunto al regreso del colegio. Nos sentimos extremadamente solemnes, aprendiendo cuanto podemos y siendo tan sensatas como sea posible para que, al llegar a los veinte, nuestros caracteres estén correctamente formados. Es aterrador tener veinte años, Marilla. ¡Suena a tan viejo! Pero, ¿por qué estuvo aquí la señorita Stacy esta tarde?

—Eso es lo que quiero decirte, Ana, si me dejas meter baza. Me estuvo hablando de ti.

—¿De mí? —Ana pareció algo asustada. Luego enrojeció y exclamó:

Ana la de Tejas VerdesOù les histoires vivent. Découvrez maintenant