3: La reina de la comida enlatada

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La vida era como la cocina. Y Debra era un desastre en la cocina.

En su defensa, su madre era una fiel devota de la comida rápida y los platos congelados, le inculcó su amor por la pizza de microondas y la sopa instantánea, y cuando Debra creció tampoco se esforzó por ser distinta.

¿Acaso necesitaba saber cocinar si iba a ser una mujer exitosa que podría pagarse un chef privado? Eso era lo que siempre decía cuando algún inepto sacaba a relucir sus pobres habilidades culinarias.

Pero la joven Debra fue demasiado ingenua, y antes de que pudiera terminar la universidad, tenía una hija, un esposo y una madre decepcionada de ella.

Ocho años después, sus aspiraciones de ser exitosa y millonaria habían quedado muy atrás. Lo único que anhelaba ahora era que Kate se durmiera temprano para aplastarse en el sofá de la sala a ver The Office mientras engullía ravioles en lata directamente del envase.

Una vida glamurosa.

Este era el plan que tenía para ese viernes, pero se le habían acabado los ravioles, así que mientras su hija pasaba la tarde con unas amigas, fue un rato al supermercado, armada con varios cupones que recortó del periódico del domingo.

Fue una compra tranquila, aunque le costó decidirse entre los ravioles de queso y los de carne. Al final se decidió por llevar de cada uno, y compró un bote de helado de fresa que sabía que alegraría a Kate.

Pero cuando estaba en la fila de la caja, notó que algo inusual sucedía.

—A ver reina de hielo, ¿en serio necesitas tanta comida congelada?

Una mujer estaba parada junto al cajero de siempre, llevaba un fajo de papeles en un brazo y veía indiscretamente las compras de los que estaban en la fila.

—Escucha, Amanda. Si te dejé quedarte aquí es para que repartas tus folletos y te largues, no para que insultes a los clientes —dijo el chico de la caja, que no debía de pasar los veinte y tenía un serio problema de acné.

—Es una estrategia publicitaria, querido. Entonces, señora... ¿Por qué tener comida congelada si puede aprender a cocinar un plato mucho mejor en casi el mismo tiempo? Pues está de suerte, resulta que...

Pero la "reina de hielo" no dejó a la otra mujer terminar su discurso, pues en cuanto el cajero le dio el cambio, les dirigió una mirada ácida y se fue.

—Te lo dije —repuso el cajero a la mujer, la tal Amanda—. ¡Siguiente!

Debra entonces se dio cuenta de que era su turno, y sintió una punzada de miedo en el estómago. ¿Tenía que aguantar a esa desconocida burlándose de sus compras? La simple idea de ser juzgada le ponía las manos a sudar. ¿Si la anterior mujer la había llamado "reina del hielo" entonces qué sería ella? ¿La reina de la comida enlatada? Puede que no fuera muy tarde, aún podía dar media vuelta, dejar todo en los anaqueles e irse sin que se viera muy raro, ¿verdad? 

—Oye, linda... creo que es tu turno —dijo Amanda.

—¿Qué no ves que no te quiere aquí? —la interrumpió el cajero—. Dios, el gerente me va a matar si se entera...

—No pasa nada, e-estoy bien —murmuró Debra, y comenzó a colocar su colección de latas de ravioles en la cinta transportadora.

Evitó como pudo la mirada del cajero y la otra mujer, pero supo lo que pasaba por sus cabezas.

—Vaya, esas son muchas latas... —comenzó Amanda.

—¡Ve al grano o te largas! —estalló el chico—. Lo siento, señora. Es la novia de mi hermano y se supone que la ayudo.

Amor y Wasabi [TERMINADA]Where stories live. Discover now