Capítulo 3. Nigromantes.

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Alexander Cásterot

Habían cabalgado cuesta arriba en un sendero que se alzaba irreverente, la niebla maldita había hecho de aquel camino un rumbo difícil de reconocer. Cada roble parecía rugir con el movimiento del viento como si anunciaran una advertencia. Si ellos no la entendían, de seguro los animales parecían comprenderla. A medida que se acercaban a la torre de la Casa Tárrenbend era menos frecuente ver a los animales salvajes que habitaban aquellas tierras, el cantar de las aves era una melodía inexistente, y hasta los caballos se rehusaban a seguir aquel rumbo aterrador.

Tuvieron que hacer varias paradas que en un recorrido normal serían innecesarias, examinaban a los caballos e intentaban alimentarlos, pero se rehusaban a comer. Florence maldecía impotente y caminaba inquieto de un lado a otro hasta sentirse mareado, y algunos guardias se quejaban atemorizados por aquella misión tan incierta. La debilidad de los hombres era la mayor de las preocupaciones para el noble Alexander: algunos habían vomitado durante aquel camino. Había comenzado a creer que fue una mala idea haber ordenado aquella misión. Pero las peores dificultades habían iniciado cuando apenas faltaban unas tres millas para llegar; no era momento para abandonar aquel cometido; tenía que averiguar lo que había ocurrido.

A medida que avanzaban, las paradas se hacían más frecuentes, más duraderas y los problemas más graves. En cada una de ellas Alexander se acercaba a cada uno de sus hombres, les preguntaba cómo se encontraban y los animaba a seguir. Les recordaba que encontrar una respuesta del misterio que había detrás de aquella niebla salvaría a su pueblo y a sus familias. En la quinta parada, o la sexta, tal vez, uno de los guardias se desmayó. Fue uno de sus momentos más difíciles porque la debilidad y el terror se habían adueñado de alguno de ellos. Estaba totalmente seguro que aquellos ya no eran sus mejores hombres, valientes, leales y fuertes: la niebla maldita los estaba transformando en cobardes. Algunos hasta le habían cuestionado irreverentemente.

—¡Maldita sea Alexander! —le había gritado Charles Lonesteam lanzando una roca al aire con tal fuerza que perdió el equilibrio por un breve instante—. Debimos habernos quedado en la posada y esperar que el chico despierte.

Florence Cóterger le reprendió al escucharlo y se apresuró hacia él para golpearlo por su rebeldía, pero antes de que pudiera formarse una pelea Alexander le tomó del brazo impidiendo que lastimase a Charles Lonesteam. Como Señor de todos ellos, era su responsabilidad mantener la calma en medio de la tormenta, escuchar a sus hombres y disolver cualquier disputa que destruyera la unidad.

—¡Escúchenme todos! —exclamó con fuerza y autoridad—. No quiero obligarlos a dar su vida por ésta causa, una causa que sin duda, aunque es incierta su proceder, no es solo para resguardar la seguridad y la salud de los grandes señores, sino la vida de un pueblo entero, y eso incluye a sus seres queridos. Si alguno de ustedes no siente fuerzas para continuar tienen tres opciones: pueden regresar a la posada y esperar allí a nuestro regreso; pueden aguardar aquí, o continuar con nosotros. Pero está decisión solo incluye a cinco de ustedes: a quienes se encuentren más débiles para continuar, y no serán castigados por eso. Les dejaré un momento para que se pongan de acuerdo.

Dicho esto ordenó a Florence mediar entre los hombres y se apartó del grupo. Una vez en la soledad, sacó de su bolsillo la nota que Thomas le había entregado en la posada, aquella nota que traía un mensaje de Marfín. Leer aquello era lo que más le atemorizaba, estaba evitando descubrir el contenido de aquel mensaje, pero no podía seguir con su misión si no afrontaba pronto la realidad. Si desenrollaba aquel pequeño pergamino, tal vez lo que tanto temía no era lo que contenía; quizás escondía una buena noticia. Después de pensarlo detenidamente, se armó de valor y desenrolló el papel.

«Caroline Cásterot ha muerto. Lamentamos su pérdida»

En ese preciso momento, como si la soledad se burlara de él recorriendo el lugar transformada en una brisa larga y melancólica, atravesó su alma y se la llevó con ella. No era un instinto lo que le había advertido su muerte, eran las noticias que le habían llegado días atrás lo que le hacían saber el avance de la enfermedad en su amada esposa. La última que había recibido antes de llegar a Galeán, informaba que una fuerza repentina la invadió y ella atacó a quienes se encontraban cerca, incluyendo a Héctor, su segundo hijo, a quien por suerte no le hizo daño a su cuerpo, aunque probablemente sí a sus sentimientos. Aquella actitud agresiva anunciaba siempre que el enfermo estaba a punto de morir. No importaba cuánto se había preparado, nunca estuvo listo para aquella noticia.

Ofradía y la Niebla MalditaWhere stories live. Discover now