Capítulo 4. Pesadilla y Muerte.

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Shelýn Eglimar Cásterot


Había mucho viento aquella tarde, tanto viento que estaba cansada de despejarse el cabello que le molestaba los ojos. También había mucha gente, y era mucha gente que no podía reconocer, así como no podía reconocer a ciencia cierta dónde se encontraba. El paisaje que le rodeaba le era familiar, pero aquella niebla que parecía ser omnipresente no permitía distinguir nada. Shelýn sintió que no podía quedarse allí, y comenzó a caminar sin rumbo y sin atreverse a preguntar nada a aquellos desconocidos. Algunos de ellos tropezaban con ella; parecía que nadie la veía.

«¿Acaso miran por dónde caminan?» Pensó. Intentó moverse más deprisa buscando un espacio despejado donde respirar con más libertad, pero chocó contra algo sólido que la detuvo. Podía reconocerlo: Era la imponente estatua tallada en la negra roca de ónice, de uno de los grandes reyes de cuando Marfín no era una provincia sino un gran reino. Era Leander Tercero Cásterot, mejor conocido como Leander el Manco. Si aquella estatua se encontraba frente a ella, significaba que estaba en el cementerio de los grandes reyes, ubicada al extremo Oeste de la meseta alta de Escortland. Allí, sobre la tumba de los reyes y reinas, o de los grandes señores de Escortland, se erigían esculturas que los representaban.

«Estoy cerca de casa» pensó. Sabía que al Este, tras cruzar los grandes sembradíos de la alta meseta, se encontraba el palacio de los Cásterot, donde se podía observar toda la ciudad ubicada en la baja meseta. El problema para ella era saber cómo llegar allí; si no fuera por la niebla podría ser fácil tal misión.

Comenzó a notar que todas las personas del lugar se movían en la misma dirección, y eso solo podría significar una cosa: Alguien importante había muerto. Seducida por la curiosidad y la preocupación, decidió averiguar quién era el difunto y se unió a la marcha. Con fuerza se habría paso entre la multitud. Sin ninguna mala intención pisó los pies desnudos de un anciano, le pidió disculpas pero no pareció sentirla y la ignoraba por completo. No era el único que se comportaba de esa manera: todos la ignoraban aun si chocaba contra ellos, les empujara o suplicara a gritos que le dieran paso.

A medida que se acercaba más, los atuendos de la gente eran más refinados y un cordón de guardias custodiaba el lugar. Allí observó al final de la fila a quien podría ser su tío, el Conde de Greenland, Robert Cásterot, montado sobre un corcel cimarrón; pero apenas lo reconocía, quizás porque lo había visto solo un par de veces. Intentó cruzar aquel cordón militar pero era imposible. Gritó órdenes a sus guardias para que le dejaran pasar: Era la hija del Duque de Marfín y debían de obedecerle, pero una vez más nadie parecía notar su existencia.

Cruzó entre la multitud hasta acercarse a su tío y cuando le llamó este también la ignoró, pero repentinamente comenzó a cabalgar dejándole un espacio por donde cruzar. Shelýn atravesó aquella muralla de hombres y vio una especie de altar ubicado en medio de aquel lugar de reunión, sobre el altar una pila de ramas secas y sobre ellas yacía una mujer hermosamente ataviada. Alrededor de ella estaban reunidos rostros familiares, cortesanos, criados, un sacerdote de Tesrtlan y hombres leales a los Cásterot, y delante de todos, sus dos hermanos: Víctor Cásterot, el mayor, de unos catorce años, que parecía tranquilamente inalterable, y Héctor, el segundo, de diez años de edad, que lloraba inconsolable. Shelýn corrió hasta ellos y se abalanzó sobre Héctor abrazándolo fuertemente.

—Héctor, ¿por qué lloras? —le preguntó. Quería consolarlo, pero él no dejaba de llorar y no la escuchaba—. Víctor —se dirigió a su otro hermano—, ¿por qué está llorando Héctor?

—¡Quiero a mi mamá! —dijo Héctor entre lágrimas y Víctor colocó una de sus manos sobre su hombro.

Cuando Shelýn volteo a ver de nuevo a la difunta mujer que todos observaban, se dio cuenta que era su madre. Corrió con fuerza hacia ella, y sin poder asimilar lo que veía, le suplicaba que despertase. Con lágrimas en sus ojos le gritó hasta el cansancio pero su madre no respondía. Observó al sacerdote de Tesrtlan acercarse mientras entonaba el canto de los difuntos con una antorcha en sus manos. En aquellos días de enfermedad, cremar a los cuerpos era la costumbre en los funerales.

Ofradía y la Niebla MalditaWhere stories live. Discover now