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Julio, 08

Damián.

El ascensor suena, las puertas se abren y el salón principal del apartamento me recibe, no está a oscuras como normalmente lo estaba siempre que llegaba hasta hace una semana. Afuera el cielo está oscuro y la tormenta parece hacerse más fuerte cada segundo.

Las gotas gruesas chocan contra la pared de cristal del otro lado del salón, pero por el cristal grueso, al impactar contra él las gotas no emiten ningún sonido, o por lo menos de este lado del cristal no se puede escuchar nada.

El lugar está alumbrado, pero el silencio es tan denso que desde acá puedo escuchar el pitido que produce la máquina que monitorea el corazón de Ámbar.

Me quito la chaqueta y la dejo sobre una mesa antes de emprender mi camino a la siguiente sala de estar. Me aflojó la corbata con una mano y con la otra me quito el cabello que ha crecido hasta caerme sobre las cejas, debo cortarlo.

Meto la corbata en el bolsillo de mi pantalón y suelto los primero cuatro botones de la camisa azul oscuro que traigo puesta. Mis pies abandonan el pasillo y me dejan en el salón que antes aguardaba muchas fotos mías.

El recuerdo de las fotos y portaretratos rotos en el piso llenan mi cabeza y aprieto los labios. El lugar quedó tal cual después de alrededor de tres días cuando finalmente decidí que era hora de llamar al servicio de limpieza del edificio, quién se encargó de barrer los pedazos rotos de los portaretratos y de guardar en algún lugar las fotos que no estaban dañadas.

Tomo aire y decido despejar mi cabeza, retomando el camino que deje a medias. El primer lugar al que vengo cada mañana, el lugar al que vengo cada que llego casa, cada que piso la planta principal del apartamento, cada que quiero, cada que mi cabeza lo grita.

El minibar más surtido de todo el departamento.

Me sirvo el primer trago y recuesto mis codos de la pequeña barra al tiempo que me llevo el vaso a la boca y escucho pasos acercarse por el pasillo alterno al que crucé hace poco.

No me inmuto y segundos después aparece la mujer ante mis ojos, se detiene al mirarme y yergue su espalda al tiempo que ensancha sus labios rosados y echa su cabello oscuro hacia atrás.

No le devuelvo la sonrisa, no hago más que mirarla esperando que diga algo o se largue y deje de robarme mi oxígeno.

—No lo escuchamos llegar, señor Damián.— dice y detecto el coqueteo, lo he detectado desde la primera vez que llegó aquí, hace cinco días.

Pero no me interesa, y no es que sea desagradable a mi vista, todo lo contrario, pero... No lo sé, creo que no estoy bien, en ningún sentido.

—La señora...— señala con el pulgar el pasillo a su izquierda y balbucea un poco, mientras yo sigo haciendo como que no escucho.— Sigue igual.— termina completando la frase sin balbuceos y nuevamente la ignoro.— Voy a...— vuelve a balbucear esta vez señalando con su otro pulgar el pasillo a su derecha.— A la cocina ¿Necesita algo? ¿Quiere que le prepare algo de cenar?

La ignoro y sigo bebiendo cuando la otra mujer hace acto de presencia y reprende con la mirada a la más jóven que trás un asentamiento se va por el pasillo que lleva al salón principal.

—Buenas noches, señor Webster.— saluda la mujer hundiendo las manos en los bolsillos de la camisa del uniforme que usa. En respuesta, sólo elevo castamente el vaso de mi bebida.— Temo decirle que no hay ninguna novedad con respecto a su esposa.

Mil pedazos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora