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La maldita verja se abrió un minuto después de detener el auto frente a ella, ese corto tiempo de espera aumentó aún más la frustración y el enojo que no me había abandonado desde que recibí el maldito sobre. Resoplo con molestia y adentro el auto al interior de la mansión, enseguida la verja empieza bajarse detrás de mí, mientras detengo el auto no muy lejos de ella.

No me molesto ni siquiera en despegar las llaves del auto, lo único que soy capaz de hacer es de tomar el papel que Amelie dejo durante el camino, sobre el tablero del vehículo, y acto seguido salgo del auto, cerrando la puerta de un portazo. Escucho la puerta de Amelie ser abierta y luego cerrada con mucha más delicadeza de la que yo empleé. Camino hacia la entrada de la mansión mientras que repaso el lugar con mi vista.

En el patio hay dos hombres que por sus vestimentas puedo identificar fácilmente como guardias. Han de ser nuevos, pues la última vez que estuve aquí no los ví. Dejo de mirarlos cuando uno de ellos repara en mí y fija sus ojos en mi dirección sin vergüenza alguna.

Por lo menos ahora son sólo dos y no una docena.

Sin más, sigo caminando hasta llegar a la puerta y abrirla abruptamente, de inmediato las risas que desde afuera pude escuchar, cesan y en su lugar me encuentro con cuatro rostros sonrojados, dos fruncen el ceño al mirarnos a Amelie y a mí aparecer sin previo aviso, mientras que los dos más pequeños dejan caer los baldes playeros de juguetes llenos de pequeñas pelotas acolchonadas y vienen corriendo en nuestra dirección.

¡Mamá!— gritan al unísono mientras corren hacia nosotras y se abrazan a nuestras piernas cuando llegan.

Miro con el ceño fruncido el lugar mientras Damián se levanta del piso y estira hacia abajo la camisa negra de algodón, que lleva puesta. El recibidor de lá casa está hecho un verdadero caos, hay juguetes tirados por todos lados y las pelotas pueden apreciarse hasta en la encimera de bebidas alcohólicas. Los cojines de los sofás yacen tirados por cualquier lugar del piso y también hay almohadas y sábanas apiladas unas frente a otras. No es hasta que mis ojos deciden repasar a los hombres frente a mí, que me doy cuenta que al igual que los niños ellos también llevan baldes que se usan como moldes para hacer castillos de arena, y en los cuales también hay pelotas acolchonadas.

Ahora entiendo por qué a Mía le fascina venir aquí...

—Amelie,— dice el rubio con la voz agitada y una sonrisa en dirección a la castaña a mi lado.— bienvenida.— Amelie ríe divertida y él pasa su mirada a la mía. Se quita de la frente las hondas rubias que le caen descuidadamente e intenta pasárselas hacia atrás, pero el rebelde cabello se regresa hacia su frente.— Ámbar ¿Qué haces en mi casa?— pregunta grosero y haciendo énfasis, nuestros acompañantes se ríen.

Mía y Noah nos dan libertad a Amelie y a mí, y cuando ellos deciden regresar por las pelotas que dejaron caer, nosotras nos alejamos de la puerta y nos acercamos más hacia nuestros esposos.

Nuestra casa.— le digo haciendo énfasis, sólo para molestar. —Pero en fin...

—¡Oh, Dios santo!— la voz de Carmen entrando al recibidor me interrumpe abruptamente. Ella escanea el lugar con los ojos bien abiertos y las manos en la boca.— ¿Pero qué es todo esto...?

—¡Es nuestro campo de batalla!— gritan los niños alegres mirando el lugar con emoción, mientras que Carmen lo mira con horror.— ¡Papi y tío Hansel dijeron que esto sirve para cubrirse de las balas!— explica la niña señalando una de las pilas de almohadas.— ¡Y las pelotas son las balas! ¡Es divertido!— nos mira a las tres mujeres— ¡¿Quieren jugar?!

Mil pedazos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora