Niño de la calle

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Miguelito tiene 10 años y es flaco como una vara de tumbar gatos. A veces se sienta en una esquina y contempla a la gente con sus ojazos tristes y la manita extendida, y a veces, las menos, alguien deja caer en ella unas monedas.

En ocasiones se va al Malecón, a ver los barcos o bañarse con los muchachos mayores, que se asombran de su temeridad al saltar desde lo alto del muro.

Miguelito no asiste a la escuela, su familia no tiene dinero para gastarlo en libretas, lápices o zapatos, así que deambula por el barrio descalzo; huyendo en ocasiones de los policías que quieren arrastrarlo de regreso a casa.

Sale del hogar bien temprano, con los primeros rayos de sol, en un intento por conseguir unas monedas de más para que, al regresar ya tarde en la noche, su padre no tenga que pegarles a él y a su mamá, porque esa miseria de dinero solo alcanza para una botella de aguardiente.

Miguelito es un niño que creció a la fuerza, en una soledad impuesta por su condición de chiquillo callejero. Él no conoce de sueños ni de cosas infantiles, no sabe de Parque Lenin, ni Coney Island ni paseos por el parque o largas horas montando bicicleta con los demás muchachos. Su vida carece de encantos, de sorpresas y felicidad… Sin embargo, nadie imaginó que un día cruzaría las vías frente al tren, escapando de esa realidad.



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