Período especial

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La mujer dejó vagar una vez más su mirada angustiada por la tablilla de precios, en un vano intento por descifrar si lo que veía era una broma pesada del vendedor. Finalmente, aunque muerta de pena, se decidió a preguntar:

—Disculpe pero, ¿ese es el precio de la carne de cerdo?

El carnicero la contempló con la misma expresión desdeñosa de los adultos frente a un niño que hace preguntas obvias.

—Sí madre, claro que es ese. ¿No lo está leyendo usted ahí?

—Pero... —balbuceó la mujer— ¿Tanto por una sola libra de carne?

—¿Qué le vamos a hacer señora? Si la quiere, se la peso, pero no me obstruya el paso a los demás clientes.

La mujer dio media vuelta y se marchó resignada.

En el camino a casa no dejaba de pensar en qué le diría a sus hijos. Examinaba las posibilidades y todas le parecían tan lamentables.

¿Pedirle de nuevo unos huevos a la vecina, con el ya clásico comentario de que “la cuota era poca y sus hijos estaban creciendo y el desarrollo y usted sabe…”? ¿Saltarse la comida una vez más y hacerles otras promesas para la siguiente e imaginaria cena?

Todo le parecía tan cruel, tan duro de soportar.

En casa la recibieron sus muchachos con la típica pregunta: —¿Qué hay hoy para comer, mamá? —y la esperanza pintada en los ojos.

A la pobre señora se le fue el alma a los pies, cómo decirles la verdad, cómo explicarles que el país estaba pasando por una “terrible” crisis y la carne tan prometida desde hacía semanas era imposible de comprar con su salario mínimo de recepcionista.

—Hoy… ¡vamos a comer un delicioso cerdo en salsa! —exclamó haciendo un esfuerzo para disimular el desamparo en su voz y las lágrimas que le empañaban los ojos— Denme un minuto para cambiarme e ir a la casa del carnicero, que el buen muchacho se apiadó de nosotros y va a regalarnos un pedacito.

Los niños aplaudieron alegres, relamiéndose ya con la idea de la tan esperada cena. La besaron en las mejillas y volvieron a las libretas desparramadas sobre el sofá.

Cuando salía nadie reparó en ella, ni en los pliegues de su saya donde se marcaba la silueta del cuchillo de la cocina y la soga del patio para la ropa. Anduvo rápida hasta el callejón de la esquina y se adentró en él; un par de gatos arrabaleros huyeron temerosos, pero la mujer volvió a llamarlos suavemente a la vez que les mostraba un mendrugo de pan.

Misu, misu. Ven gatito, gatito. Ven misu —mientras su mano se deslizaba lentamente hasta el mango del cuchillo.



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