A prayer for the addicted

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         Para todos mis ídolos…mis adic (tos) ciones

 
La noche gira. Las estrellas corren… ¿o son las luces de los pocos autos que pasan cerca? La verdad es que perdí la noción de lo real y ficticio hace horas.

Canto unas notas de Paradise City de los Guns n Roses, desafinada como nunca; el alcohol hace verdaderos estragos con la voz —la mía nunca ha sido del todo buena— y me echo a reír cuando Jorge me mira con cara de querer estrangularme.

—Jorge, ¿por dónde se fue tu zorra esta vez? —más risas.

—Dale pal´carajo Laika, que ya me quemaste bastante la noche —Siempre dice lo mismo. Siempre parece molesto cuando es su turno de llevarme a casa, pero la verdad no le culpo, hasta yo me molestaría si tuviese que ir hasta 100 y Boyeros y de ahí volver para Centro Habana en plena madrugada.

El 12 plantas de Tulipán me deja embobada. Yo quisiera hacer lo mismo que mi predecesora, la primera perra cosmonauta y es ahí cuando pienso que los padres deben odiar a sus hijos antes de conocerlos, porque mira que ocurrírsele a mi madre ponerme semejante nombrecito: Laika… ¡por los dioses, que horror!

Ahora que mi metalero amigo está callado, más bien zombie, me imagino gaviota, paloma de la noche alzando el vuelo desde esa azotea y me pregunto, no por primera vez en estos años, qué se sentiría saltar al vacío desde un edificio como ese. El vértigo, la sensación de caer durante años, siglos, eternidades, y al final, supongo que llegue la oscuridad, porque, ¿qué más habría?

En la parada de la Cuidad Deportiva, Jorge se sienta con la misma expresión de alguien que ha atravesado el Sahara, se acomoda como si hubiera llegado a su cama y me hace señas para que lo imite.

—Ponte cómoda Lai. No creo que vaya a pasar nada hasta después de las 6 de la mañana y ya este samaritano no camina ni un paso más.

¿Qué hacerle? En el fondo tiene razón y la verdad es que ir andando hasta mi casa está cabrón. Me acomodo donde pueda continuar viendo el cielo, hoy la carga de pastillas y alcohol me han puesto melancólica.

—Oye Jorgito, dime que al menos te guardaste uno para el viaje.

Él asiente y saca de la chaqueta un hermoso porro que, incluso sin encenderlo, huele a gloria. Nos sentamos en una esquina y compartimos como los pequeños exploradores, cuidándonos de que no aparezca una patrulla a última hora, que ninguno está para acabar durmiendo en un calabozo, menos por un mísero cigarrito.

Cuando casi se me queman los dedos, Jorge me quita el porro y lo echa lejos, a la línea del tren y más allá.

—Duerme, que yo te aviso cuando venga la guagua —dice y cierra los ojos también.

A ver cómo rayos va a arreglárselas para saber que el Ministerio del Trasporte nos honra de nuevo con un ómnibus.

Cabeceo, al ritmo de una música que solo escucha mi cerebro; la guitarra en mis manos suena mejor que nunca, afinada como los ángeles. Todo bien, contentura y deseos de bailar y caminar hasta Roma, hasta que mi amigo me grita que pare de fastidiar y le dé un respiro, que aún faltan horas para que amanezca.

Me quedo quieta, otra estatua sentada en una parada cualquiera de la Habana. Cierro los ojos para permitirle la entrada en escena a los unicornios azules y rosas que trotan en la periferia de mi mente y entre ellos estás tú, ahí de pie, con esos ojazos clavados en mi cuerpo de pradera.

Me ahogo en el llanto que prometí no dejar escapar y bajito, muy bajito para que ni las hormigas puedan escucharme, maldigo el instante en que me volví más adicta a tu voz que a esas drogas que ahora me atontan sin dejarme escapar del todo.
 
 
 
 

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