Lágrimas para la luna

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"A los padres que sepan hablarle
a la luna"


—Abuelo, cuéntame una historia —murmuró la pequeña un segundo antes que el anciano llegara a la puerta de la habitación.

—Pero, Lucía, ¿a esta hora? Tu madre fue muy clara cuando dijo que debías irte a dormir antes de las diez.

La niña hizo un mohín y contempló al abuelo con sus ojazos negros, suplicantes. Ojos de cachorrillo al que es pecado negarle algo.

El abuelo suspiró, se sentó al borde de la cama, acarició los rizos negros y se preparó para una nueva contienda a través de los recuerdos. Sabía que Lucía no gustaba de cuentos gastados de princesas y caballeros.

—Hace unos años conocí a un fantasma... —comenzó.

—¡Ay, abuelo! Esas historias no me gustan. ¿Un fantasma? Qué mentira.

—Lucía, si me vas a interrumpir te dormirás sin el cuento. Déjame acabar... Si, mi amigo era un fantasma, uno muy especial…

“Se llamaba Roger y era el friki más conocido de toda la Habana. Roger iba a todas partes con su vestimenta extravagante: sus botas Coloso, sus ropajes oscuros, el pelo largo hasta la cintura y las manillas de cuero.

En las peñas, en el Maxim Rock o el céntrico parque de G, todos conocían a Roger. Tocaba la guitarra como el mismísimo Jimmy Page; a veces, si sabían cómo convencerlo y tenía unos tragos encima, te cantaba cualquier tema de Rock n Roll que le pidieras. Las chicas lo idolatraban y suspiraban a su paso, sin embargo, era una sombra.

En cada fiesta, cuando pasaba la media noche, lo encontraban embobado mirando a la luna, sonriendo o llorando, con la expresión más triste y suplicante que se pueda imaginar. Sus amigos lo achacaban al alcohol o las pastillas.

—Es cosa de las drogas —decían.

—No está loco, solo es raro.

Nadie preguntaba, nadie se inmiscuía en sus asuntos. Entre los metaleros era pecado meterse en los problemas de otros… y Roger continuaba siendo un espectro, vestido de negro y suspirándole a la luna.”

El abuelo se detuvo, esperando escuchar la vocecilla de la niña preguntando cómo acababa su cuento. Lucía tenía los ojos cerrados y sonreía satisfecha.

—¿Abuelo, quién era Roger? —preguntó.

—Creía que ya estabas dormida. ¿No podemos dejar la continuación para mañana?

La carita enojada de Lucía respondió a su pregunta. El anciano suspiró y siguió narrando:

—Cuando Amy llegó al grupo, nadie le advirtió sobre los secretos, las normas o sobre el fantasma que contemplaba la luna…

“Ella lo conoció en una noche cualquiera, de esas que todos se reunían en el Parque G para hablar de la semana, de los sueños, de las nostalgias. Le sorprendió su mirada triste, su expresión dolida, la forma en que pasaba entre todos, sonriendo sin que le brillaran los ojos, hecho niebla de carne y huesos.

Amy se sentó a su lado; le habló de poemas, de canciones, de guitarras y giros del destino y, al final, hizo la pregunta que nadie más se había atrevido a hacer:

—¿Por qué te ves tan triste? ¿Por qué miras la luna y tu alma se escapa como si cargaras el peso de cien tristezas?

Roger no contestó. No podía decirle que en alguna parte, lejos, había una niña de 2 años a la que nunca iban a contar la verdad sobre su padre. Una hermosa princesita a la que no vería crecer, ni sonreír. A la que no podría cantarle y enseñarle los secretos más intrincados de las seis cuerdas. Y Roger guardó silencio, deseando que Amy supiera, que indagara en lo que sus amigos no se atrevían a indagar. Que lo consolara entre sus brazos y le regalara un espejo mágico en el que pudiera ver a su nena.

Nada sucedió, ella se fue alejando porque sabía que no había forma de devolverle lo perdido y con el tiempo olvidó que una vez compartieron palabras.

Roger continuó siendo el mismo. El friki por el que las chicas suspiraban. El que cantaba cuando estaba ebrio y miraba la luna, esperando que al menos ella tuviera una respuesta, una señal…  un consuelo”

Lucía ya estaba dormida, pero las lagrimitas que empañaban sus mejillas le indicaron a su abuelo que había escuchado hasta el final. Le acarició los cabellos rizos, la arropó y abandonó la estancia.

Afuera lo esperaba su esposa, los ojos anegados en lágrimas.

—Cuando sea mayor le diremos que viaje a Cuba, tal vez él aún quiera compartirle sus secretos.

Se abrazaron. En el exterior la nieve caía resplandeciente bajo la luna llena.
 
 

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