Siete: Síndrome de Estocolmo

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         Algunos días, Loki me llevaba a dar un paseo y me ayudaba a entrenar. Me hacía perseguirlo con teletransportación y con los ojos vendados, me hacía mover varios objetos a la vez y me hacía crear objetos de diferentes tamaños, materiales y colores. Comenzaba a lograr que tomara café, pero lo tomaba con mucha leche y azúcar. Mi meta era que lo tomara solo y sin endulzar. Loki era demasiado disciplinado, por lo que odiaba muchos aspectos de mi vida. Me obligaba a ir a la cama al termino del atardecer, pero supongo que no se atrevía a despertarme por las mañanas. Me hacía comer muchos vegetales y frutas e intentaba que tomara mucha agua.

—Tú eres mortal, podrías morir en cualquier momento si sigues teniendo ese estilo de vida— me decía cuando no quería obedecerlo.

        A veces pensaba que Loki de verdad creía que cualquier cosa podría matarme. Estaba convencido de que el café sería la razón principal y la verdad, quizás no estaba tan lejos de la realidad. A veces me preguntaba cosas muy extrañas de la tierra, como la razón de la existencia de las televisiones. Algunas de sus preguntas eran tan tontas que me hacían pensar demasiado.

—¿Para qué usan metales en los dientes?— me preguntó un día que caminábamos por uno de los jardines.

—Para enderezar los dientes— contesté sin pensarlo demasiado.

—¿Funciona?— asentí —¿No duele?— sonreí y volví a asentir —Midgard es un lugar muy bizarro— me contestó casi con asco —La higiene debe de ser terrible— dijo haciendo una mueca de horror.

—No en realidad, para eso están los cepillos de dientes— le dije, ya que él estaba acostumbrado a lavarse la boca con una toalla y buches de una sustancia con sabor a limón.

—Los dientes no tienen cabello— me contestó diciéndolo como si estuviera loca o fuera idiota y ya no le contesté nada.

         Por las noches hablábamos mucho sobre lo qué se sentía cada poder que teníamos. El cosquilleo al teletransportarte, las mariposas en el estómago que yo sentía al crear cosas y el extraño dolor de muelas al levantar cosas de metales como el oro y la plata con la telequinesia. Era lindo tener a alguien que me entendiera de esa manera, aunque a veces era extraño. A veces recordaba el primer entrenamiento que tuvimos y el momento exacto donde su mano tocó mi cintura. Cuando pensaba en esos momentos, sentía lo mismo que cuando creaba cosas combinado con el cosquilleo de la teletransportación. No sabía que era ese sentimiento, pero me hacía sentir cierta felicidad. Me emocionaba entrenar, porque pasaban cosas que me hacían sentir esa euforia. Cuando lo perseguía habían veces en las que me asustaba por detrás y fuera del susto, sentía ese calor en mi pecho. Quizás era un cariño muy fuerte, pero era indescriptible.

        Una mañana me despertó un ruido que hizo y lo vi saltando del lado de mi cama. Estaba sentado a mi lado, pero quería fingir que no era así. No me dio miedo, solo abrí más los ojos y le sonreí. Tragó saliva y me miró como si fuera a gritarle, pero el pensamiento de que me veía dormir era la más hermosa explicación en cuanto a no despertarme por las mañanas. Suspiré y me senté sobre la cama, dejando caer mi pelo por la espalda. Me estiré y después me enderecé. Volteé a verlo, seguía mirándome con cierto miedo en los ojos. Me moví hacia adelante y el sol golpeó mi rostro. Puse una mano sobre mi rostro y cerré un ojo. Su expresión se volvió extrañada y tragó saliva.

—¿Qué?— le pregunté frunciendo el ceño y sonriendo extrañada.

—Tus ojos...— dijo acercándose un poco a mí —Son verdes— me miró seriamente y después de un par de segundos quité mi mano lentamente y lo miré mientras se acercaba y el sol me pegaba directo en el costado de la cara.

        Quizás el momento se veía incómodo, pero desde mi perspectiva era perfecto. Se acercó hasta el punto donde el sol también le tocaba el rostro y jamás había visto a alguien así de atractivo. Se marcaba la perfecta línea de su mandíbula, el músculo de su cien que se movió cuando tensó la mandíbula y sus ojos azul turquesa resplandecían con la luz del sol. Se sentó de nuevo en la cama a escasos centímetros de mí y sin dejar de verme directo a los ojos, sentí como su mano fría pasaba por mi pómulo hasta llegar a mi cabello para colocarlo detrás de mi oreja. Parpadeaba nerviosa, ya que un escalofrío recorría mi cuerpo lentamente. Su mano llegó hasta mi mentón y sentí su pulgar llegando a la comisura de mis labios. Me mordí el labio superior y comencé a mirar su boca. Volví a mirar sus ojos y vi que él veía mis labios también mientras tragaba saliva.

The Tenderness Behind the FlowerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora