Capítulo 2

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Maggie se puso la bocina del teléfono, por un segundo, en el mentón. Al cerrar los ojos y evocar toda su fuerza interior —poca—, la primera necesidad fue la de colgar. Pero no lo hizo.

—Si quiere que haya una cena tiene que ser en mi casa. Usted traerá el vino.

Su interlocutor se apresuró a aceptar la invitación, pese a que ella creyó detectar en su «perfecto, allí estaré», una disonancia pertinente de la duda. Aquello le ensombreció un poco la felicidad por ofrecer una cita de negocios para nada agradable. Seguramente, los enviados de la empresa ya le habrían comentado de su reputación de chica mala.

Quisiera serlo de verdad...

Tendría más dinero, seguro.

Se espolvoreó ese pensamiento de la cabeza, al tiempo que examinaba el reloj de la pared, contigua a la mesita del pequeño recibidor de su casa. Tras colgar, un esbozo de sonrisa se asomó en sus labios, pero el hábil ronroneo de su gata Prudence, soslayó la posibilidad de regodearse en esa hermosa sensación de tener el poder acerca de una situación.

Después de todo, mucho tiempo había transcurrido desde que pudiera tomar la iniciativa en algo.

—No quiero sermones —dijo a la gata, que no la miraba directamente y, no obstante, era como si estuviera prestando toda la atención que una mujer requería de los confidentes especiales—. No estoy traicionando mis preceptos, pero quizá pueda convencer a ese hombre de invertir en las tierras sin que yo les ceda los derechos. Es decir, imagínate que esto se convierta en un sitio cuidado, venerado, al que miles de personas vienen a buscar la paz que en ningún otro lado encuentran. —Un suspiro la sobresaltó. Lo dejó ser y se acuclilló para acariciar el lomo peludo y esponjado de su minino atigrado—. Pru, si mi padre me escuchara, diría que perdí el rumbo. —Cerró y apretó los párpados—. Diría que soy un desastre.

Prudence volvió a ronronear y salió corriendo tras un bicho que estaba estacionado en la esquina del rellano. Echó un vistazo a la solitaria y humilde casa, un interior de madera y baldosas a las que les hacía falta una mano de pintura, quizá un tapiz, una mano masculina tal vez. O la creatividad de una persona que tuviera tiempo para adornar un sitio tan adorado en lugar de estarse lamentando las veinticuatro horas del día.

En ese momento, la única idea que no terminaba convertida en dilema en su cabeza, era la de ir a su cocineta a prepararse un té. La proeza de elegir de cuál era mucho más agraciada que decantarse por releer la propuesta de aquel contrato. Maggie lo miró por encima del hombro, en un taburete de la sala. Era como si tuviera vida, como si fuera una verdadera tentación.

Por eso lo había dejado justo al lado del retrato de su padre. En esa estaba solo ya que, si ponía un retrato donde estuviera con su madre, lo más seguro era que se acordase de que no la había llamado en días.

Justo como hizo en ese instante.

Por fortuna, a lo largo de esos años viviendo sola y alejada de su único familiar con vida —de hecho, la familiar más cercana que se puede tener—, el acuerdo entre ella y la sociedad era casi tácito: no me gustas y no te gusto.

Mientras encendía la parrilla y ponía la tetera, tomó su celular de la cocineta y buscó la conversación con Tori, su madre. Primero pinchó la foto de su perfil, solo para darse cuenta de cuándo había tenido la última necesidad de sacarse una.

Le sonrió a la mujer en la foto: era una preciosa señora de cuarenta y cinco años, con el pelo color caoba y una sonrisa amplia. La belleza del bosque, solía decir su padre, que la amó, supuso, hasta el último minuto de su existencia.

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