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La noche pasa y llega la mañana. Olga despierta temprano y se queda remoloneando en la gigantesca cama. En su habitación, como había supuesto, tampoco hay espacio en blanco. Es algo que le agobia en cierta manera, acostumbrada a ser ella quien llene de elementos el lienzo vacío y no encontrárselo finalizado; pero se consuela al recordar que no estará mucho tiempo. Dos semanas, a lo máximo. Depende de la complejidad de la sujeto, y presiente que en este caso será enrevesada. La primera semana para tantear el terreno, estudiarla, esbozar bocetos, acostumbrarse a sus gestos y posturas. La segunda para el retrato en sí. Tampoco es que vaya a quejarse, es a cambio de una generosa suma de dinero... además de vivir en un escenario de lujo por un periodo de tiempo sin gastar sus ahorros en él.

Pasado un rato se despereza y estira el cuerpo. Sale de la cama bostezando y se empieza a preparar para el desayuno.

Está acabando de ponerse los zapatos cuando llaman a la puerta. Es Camille, vestida como la noche anterior: uniforme añil y blanco.

—Buenos días, ¿ha descansado bien?

—Sí, gracias. ¿Podría recordarme dónde estaba el comedor?

—Por supuesto. Por aquí, por favor.

Camille le guía por los pasillos abarrotados de decoraciones hasta el piso inferior. Una vez allí, por un pasillo amplio que acaba en unas puertas con paneles de cristal translúcido. Ingresan en la sala y Olga se sienta en la misma silla de anoche. Camille descorre las cortinas, haciendo entrar la luz de la mañana. Al poco rato, en silencio apacible, aparece otro joven en los mismos colores que Camille, portando una bandeja llena de fruta, vasos y pasteles que deja en la mesa para servirle a Olga. Ella, extrañada por la ausencia de los anfitriones —no como durante la anterior comida, en la que estuvo acompañada por Margarita—, pregunta:

—¿Debería esperar a la señorita Margarita y al señor Leo?

—No hace falta —responde Camille—. Ambos se encuentran descansando en sus aposentos. Se unirán a usted por la tarde, como será habitual. Mientras tanto, la señorita me ha encargado enseñarle la casa y los jardines. Si gusta. En caso contrario, permítame guiarla a donde me diga.

«Para el retrato necesito comprender y estudiar el ambiente en el que vive el personaje en cuestión», piensa Olga, «incluso su pasado me sería útil».

—Accedo con mucho gusto. Toda la información que pueda reunir será de utilidad. Muchas gracias, Camille.

Procede a desayunar. Aunque le había asegurado que eran trabajadores que recibían ingresos monetarios y no esclavos, se sentía ligeramente incómoda cuando le servían, a veces ni siquiera se daba cuenta de que le habían vuelto a llenar la copa de zumo hasta que bebía de ella. No obstante, tampoco podía hacer mucho por evitarlo.

Al acabar, se siente a punto de explotar; sin embargo, un paseo por los jardines en flor, siguiendo caminitos de grava y piedra, bajo la sombra de altos árboles, rodeada de los cantos de la fauna y del lejano rumor del agua, hace que se aleje el malestar.

Es pasada la media mañana cuando Camille la conduce a un pasillo —oscuro y escasamente iluminado, como el resto de la mansión— en cuyas paredes cuelgan innumerables cuadros, tanto de personas como de paisajes. La mayoría de los rostros tienen un parecido razonable entre sí, por lo que supone Olga que son retratos de la familia de Margarita. Así es. Camille le va explicando los lazos entre los distintos miembros a la par que relata algunas anécdotas curiosas relacionadas con su señora.

Mientras escucha, Olga se fija en la técnica y el material utilizados. Le sorprende ver que ambas características son excesivamente viejas. Incluso los elementos propios de la representación, como la vestimenta o el decorado. Tendría sentido si Margarita tuviera veinte años más. Su madre entonces sería joven y el retrato pintado... pero la joven no aparenta mucho más de la veintena de años, así que todo es confuso para la artista. A menos que... existe, claro está, la posibilidad de que a esa extraña y pequeña familia le gustaran las antigüedades y/o las épocas pasadas. Entonces ello explicaría la vestimenta cotidiana de Margarita y la decoración de la casa.

—Perdona, Camille, ¿cuándo dices que se pintó este? —indica con la mano el de una joven pelirroja, con el rostro ovalado y una sonrisa inexistente. Al mirar sus ojos, azules como el cielo despejado, quizá excesivamente claros para su gusto, parece marearse y el rostro se le difumina, como moviéndose. Pero es solo una sensación. Lo pintado, pintado se queda.

¿Verdad?

—La señora madre de la señorita Margarita. Se realizó entre el-

—No tiene importancia —interrumpe una voz masculina—. Lo que importa es que sea usted capaz, señora Alonso, de pintar a mi hermana como ella desee.

Era Leo, el hermano de Margarita.

—Y así será. Solo me resultaba curiosa la antigüedad de las pinturas —de todo lo relacionado con aquel lugar; pero no podía decir eso.

El joven no hace ningún gesto. Su rostro es impasible, ninguna emoción asoma, solo seriedad. Se gira noventa grados, invitando a Olga a seguirle.

—Vayamos al comedor, Margarita nos espera.

***

Un retrato para MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora