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En el camino a su habitación se cruza con Leo.

—Señora Alonso. Buenas noches.

—Buenas noches.

Él está parado en su camino, como si esperara algo.

—¿Querrá un retrato también? Podría hacer ambos en poco tiempo.

—No. No quiero. No son más que herramientas para presumir. Objetos de mortales —la mira con severidad—. Ponen en peligro a mi familia. Si pudiera haber convencido a mi hermana que no la contratara, créame, no estaría usted aquí —se inclina—. Nos vemos en la cena.

Dicho lo cual continúa su camino, pasando por el lado de Olga.

«Este día», piensa, «está siendo cuanto menos inexplicable. Los dos hermanos... Hasta en Camille percibo un comportamiento extraño».

Ya en su habitación, se sienta en el sillón y echa un vistazo al boceto de esa tarde. Es Margarita pero a la vez no es ella. Le falta algo. Algo esencial. Oscurece algunas zonas con un carbonillo y observa el caos de líneas resultante. Afirma, satisfecha aunque no del todo conforme. Deja el cuaderno encima de la cómoda, para que no se manchen las demás hojas con el carbón, y guarda todo lo demás.

Se revisa en el espejo: hay algunos mechones fuera de lugar debido al débil viento durante el paseo junto a Camille. Se los coloca mediante horquillas y otros mechones, y se aplica un poco de maquillaje. Colorido, como a ella le gusta, pero no con abundancia, solo ligeramente, como para reafirmar su personalidad. Según acaba no se demora más y sale camino al comedor. No ha bajado al piso inferior cuando vislumbra a Margarita girar hacia un pasillo perpendicular. Se decide en dos segundos.

Guarda una distancia prudencial. Margarita vuelve a girar. Olga espera un rato, no vaya a ser que la pillen fisgoneando. Se asoma y...

El pasillo está vacío. Debe de haber entrado en una habitación. Efectivamente, una puerta entornada de la que sale el resplandor de una lámpara. Se aproxima con cautela y mira a través de la rendija.

Un espejo de cuerpo entero. Y en él reflejado, la figura de Margarita desvistiéndose. Sola. No hay otra alma cerca. Va a dejar de mirar, pues aquello es demasiado íntimo cuando sus miradas se encuentran en el espejo. Olga da un respingo, asustada. Abochornada por la situación y sin palabras en la boca, huye de allí. Pero, ¿a dónde? ¿Al comedor donde se encontrará de nuevo con ella y se formará una atmósfera incómoda? ¿A su habitación, con las correspondientes consecuencias y preocupaciones innecesarias? ¿A cualquier otro lugar para luego acabar cenando en su compañía? Por el amor de Dios, está tan avergonzada. No es que estuviera completamente desnuda, llevaba la ropa interior, el camisón, el corsé, pero... Pero ha invadido su privacidad, su intimidad. ¿Por qué demonios lo ha hecho? Nunca antes lo había hecho por un cliente. Nunca. ¿Entonces...?

Da un paso hacia su habitación. Lo que sea por evitar-

A su espalda suena su linda y suave voz. Se queda paralizada.

—La espero abajo, Olga.

Qué demonios. Margarita continúa escaleras abajo, rozándola con un brazo y los vuelos del vestido al pasar, y deja atrás una Olga en estado de confusión. Ella no es así. Ella se atreve con todo, le planta cara y pocas veces se disculpa. Aquella joven parada en medio del pasillo no es la joven de la que se enamoró su marido, ni la que conquistó a su representante, ni la que consiguió una galería en la que exponer sus escasas obras. No. La del pasillo había dejado de existir cuando aquel hombre murió por fin y su madre y ella fueron libres.

Frunce el ceño. Es suficiente. Decidida, va tras Margarita, hacia el comedor.

...

Aquella noche, en su cuaderno, dibujó lo que había visto en aquella habitación. Y soñó lo que no había podido ver. En esa mirada... en esa mirada estaba todo.

***

Un retrato para MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora