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Un coche se acerca por el camino, levantando nubes de tierra tras de sí. Lo conduce un hombre que ha ayudado en numerosas investigaciones. Un hombre al que Olga no quiere pero debe ver. Un hombre que echa de menos a su esposa.

El sujeto frena en cuanto se da cuenta de que la susodicha camina hacia él. Y, conforme se acerca, se da cuenta de sus ojos rojos. No hay que ser inteligente para saber que ha estado llorando. Deja el motor encendido y baja del vehículo.

No se dicen palabra. No todavía. Él le quita con lentitud la maleta de la mano y lo guarda en el maletero. Luego abre la puerta del copiloto y le pone la mano en la cintura a su mujer, animándola a que entre en el coche. Ella se deja hacer, en realidad no tiene ánimos ni para respirar. No debería haberse ido así. No debería haberse ido. Sea lo que fuera Margarita... no debería haber reaccionado así. Pero entonces, cómo.

Él se sienta en su asiento y maniobra para dar media vuelta, lo cual es complicado debido a los pequeños muros de piedra que cercan el camino. Duda en preguntarle qué ha pasado. O si ha estado bien. Resulta evidente que no ha sido así.

—Cuando lleguemos a casa, Emilio, hablaremos —dice Olga, con un tono de voz muerto.

—No tenemos nada de qué hab-

—Sí. Ahora cállate.

La señora Alonso ha muerto, pero Olga sigue viva. Sí, tienen mucho de qué hablar. De su relación, para empezar. No llevan tanto como casados, quizá todavía hay esperanza... Y si no, si unos ojos azules se superponen a los marchitos de un hombre al que no ama, tal vez, y solo tal vez, podría librarse de él.

Tal vez.

***

Un retrato para MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora