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Olga va mucho antes de la hora prevista, pero se encuentra con una preciosa melodía que proviene de la sala.

Margarita no deja de tocar cuando su pintora entra. Esta espera en silencio a que deje de acariciar las cuerdas y un escalofrío le recorre cuando la anfitriona, contraria a los deseos de Olga, comienza a tararear. Debería preparar las mezclas, colocar el caballete con su lienzo, organizar el escenario, pero lo único que puede hacer es dejarse llevar por la vibrante melodía acunada por la aterciopelada voz.

Cierra los ojos.

Se traslada a la cafetería donde por millonésima vez vio a su actual marido, pero donde por primera vez se dirigió en persona a él.

El inquebrantable periodista Alonso, quien ha ayudado en numerosas ocasiones a resolver extraños casos de criminales de la ciudad y de los alrededores. No se sabe cómo ni por qué, pero siempre aparece en el momento oportuno para capturar la primicia. No es algo fuera de lo común verlo caminando por las calles de las altas esferas y de las bajas, mezclándose con la chusma, asistiendo a reuniones clandestinas, sorbiendo té o café mientras cotillea con las fastuosas mujeres de los banqueros o acompañando a los caballeros en una sesión de caza.

Olga estaba intrigada, como gran parte de la población y, sin embargo, tampoco tenía tanto interés por él hasta aquel día en la cafetería. Le había contado lo que había visto, lo que hacía meses hubo aclarado a la policía en calidad de testigo. Emilio Alonso la había escuchado y anotado cada dato. Y luego cuando acabaron no pudo evitar quedarse en su compañía. Eso pasó hacía tres años, cuando Olga pintaba para su madre y en la escuela. Se vieron más a menudo. Al principio él buscándola a ella y luego ambos en una continua necesidad de compañía. Meses más tarde compartieron por primera vez la noche, la cama y, a partir de entonces, el amor se igualó con el deseo y la atracción.

Olga no puede saber si ha salido del pasado justo cuando Margarita deja de tocar o si la música le había estado observando durante un buen periodo de tiempo. Sea como fuere, sale del hechizo y procede a poner todo a punto. No es hasta que Margarita le ofrece un pañuelo que se da cuenta que está llorando.

Ninguna dice palabra. Olga acepta el pañuelo y hace uso de él limpiándose las lágrimas. Se lo guarda en un bolsillo del pantalón color caqui. Mientras prepara los colores en la paleta e imparte orden entre sus pinceles, Margarita guarda en su estuche el instrumento y lo deja con reverencia encima del diván. Este, el diván, para sorpresa de Olga, está colocado donde la tarde anterior había pensado en situarlo. Encima de la mesilla hay un jarrón blanco, con sorprendentemente nula decoración, que contiene un ramo lleno de vivarachas flores. Las primeras plantas vivas que ve dentro de aquella enorme casa.

Margarita se coloca en posición. Cuando percibe su mirada en las flores comenta:

—Estuve pensando en lo que dijo y tiene razón. Me disculpo ante mi comportamiento de ayer. Fui egoísta cuando la que tiene los conocimientos es usted. Lo siento, no volverá a ocurrir.

—Está bien. Suele pasar las primeras veces. Los clientes... —se debate entre continuar o no a la par que remueve los pigmentos—. Los clientes suelen pensar que siempre tienen razón sobre todas las cosas. Buenos, pues no es verdad. El primero a quien pinté... quiso continuar, lo quería en menos de tres días y su cuerpo no lo soportó. Le dejé hacer, consentí su capricho sin evaluar las consecuencias que traería aquello. Colapsó. Sus piernas temblaban de tal manera que no se pudo levantar en toda la noche. Por eso establezco esa regla: en el estudio, donde sea que esté pintando, yo mando. Cuándo paramos, cuándo lo retomamos, la postura, la hora... Acepto sugerencias, pero yo tengo la última palabra —mira a los ojos de su modelo—. Ayer fui dura con usted, pero era por una buena causa. Acepto sus disculpas y ofrezco las mías en caso de que la hubiera ofendido.

—Lo entiendo, Olga. No hace falta que se disculpe. Como dice, es su deber —sonríe—. No me volveré a enfadar si vuelve a hablarme en ese tono, ni si vuelve a regañarme o dar órdenes. Estoy a su merced y le pago por ello.

Pasaron las horas entre pequeños recesos para que piernas, muñecas y cuellos pudieran descansar. Olga había aplicado la base de todo el retrato, cubriendo y memorizando las líneas del boceto y haciendo pequeñas modificaciones. Antes de que la luz que requería Olga para el cuadro se fuera, había memorizado el escenario. Tiene una excelente memoria fotográfica. Por eso se acordaba del físico de cada persona que describió aquella tarde a Emilio y, con anterioridad, a los agentes de la ley.

Por eso en ocasiones le atormentaba en pesadillas el rostro de aquel hombre que las torturó tanto y de tantas maneras a su madre y a ella.

Ahora Margarita la observa con intensidad, aunque ninguna de las dos sabe realmente por qué. Podría ser por que ha visto esa brecha en Olga, esa mirada perdida en el dolor y el pasado, triste. Quizá. Sí, es lo más probable. La señora de Del Ópalo tiene una debilidad por aquellas cosas dañadas y melancólicas. Y aunque Olga no es una cosa sino una humana...

—Me gusta —rompe el silencio.

—¿Qué cosa? —inquiere Olga.

—Usted —aclara Margarita.

***

Un retrato para MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora