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—¿A qué se refería antes, en el estudio?

No había podido sacarse sus palabras de la cabeza el corto periodo de tiempo entre el trabajo y la cena.

—Lo que dije, Olga —posa sus ojos que parecen tan delicados como un cristal, pero que definitivamente no lo son, en su invitada—. Me gusta. Su forma de ser. Su ser. Su forma. Y sus extravagantes vestiduras. ¿Me dejaría probarme uno de esos llamativos pantalones suyos? Hay uno naranja. el que llevó hace dos días, que me cautivó especialmente.

Olga no sabe si dejar escurrir el tema y seguirle la corriente sobre los pantalones o insistir y aclarar el tema. Es una mujer casada. Mujer. Con marido. ¿Es que acaso aquello era una insinuación? ¿O solo eran palabras amables, espontáneas, de un cliente a lo que ha comprado? Se decide por lo primero.

—Por supuesto. Puede ponerse todo lo que guste. Quizá hasta podría acompañarla, si le resultan cómodos, a la tienda donde los adquiero.

—No hará falta —interviene Leo, dejando la servilleta con violencia en el mantel—. No haréis tal cosa.

—Si me disculpa la intromisión —deja la cuchara dentro del plato de la sopa, permitiendo que escurra hasta casi perderse dentro, y se limpia los labios—, no veo por qué razón-

—Encuentro muchas razones, señora Alonso, que no son de su incumbencia —a continuación se dirige a su hermana—: No vas.

—No me dices qué hacer, hermano.

—Lo estoy haciendo ahora mismo y lo seguiré haciendo si continúas actuando de esta manera tan imprudente.

La tensión que se genera se puede sentir con cada parte del cuerpo.

—Por desgracia, yo soy la hermana mayor y esta es mi casa.

—Pues actúa como tal.

Una breve, intensa y silenciosa pausa tiene lugar antes de que Leo se levante de la silla con estrépito y salga del comedor. Su murmullo anunciando su pérdida de apetito queda flotando en el ambiente, al igual que su usual olor a tabaco.

—¿Es siempre así con usted? —cuestiona una vez que las deja solas—. No sabía que fuera la hermana mayor.

Sinceramente hay muchas cosas de ella que le acaban sorprendiendo de una manera u otra.

—Solo quiere protegerme. No soporta que otros me hieran. ¿Tiene hermanos, Olga?

—No. Por suerte para mi madre, soy hija única.

—¿Por qué lo dice? ¿Acaso era tan traviesa que no se atrevió a tener otro torbellino por la casa?

—Ojalá fuera eso. No. Fue cosa de —mi padre. Nunca usaba esa expresión. Nunca.

—¿Su padre? —aventura Margarita, intentando ayudar.

Olga asiente.

—No se merece tal título. Pero sí. Gracias al cielo murió.

Margarita es lo bastante perceptiva como para no seguir presionando.

—Tampoco se pierde mucho. Entonces, ¿nos encontramos mañana en mi habitación? Creo que sabe dónde está —una sonrisa pícara que hace ruborizar a Olga—. ¿O quizá en la suya? Creo que me viene bien un cambio de armario. Y luego continuamos con la pintura, por supuesto.

—Llevaré alguna prenda a su habitación. Supongo que es más amplia.

La sonrisa de Margarita puede valer el equivalente a mil diamantes pulidos.

Por su parte Olga intenta ignorar la piel desnuda que vio en aquel maldito espejo y la que probablemente vuelva a ver al día siguiente.

***

Un retrato para MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora