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En esta ocasión, Leo ocupa el extremo opuesto a su hermana en la larga mesa. Un sirviente ofrece arrimarle la silla a Olga.

—¿Ha dormido bien? —pregunta cortés la anfitriona. Les van trayendo los platos de la cocina a la mesa. Todo huele a las mil maravillas.

—Sí, gracias. Camille me ha enseñado los alrededores y gran parte de la casa.

—¿Es de su agrado?

Olga asiente. Da un sorbo a su copa de vino tinto y luego se lleva un trozo de carne a la boca.

—¿Se le ha ocurrido alguna idea?

Margarita baja la cabeza, avergonzada.

—No —admite.

—Bueno, no hay por qué preocuparse. Estos primeros días la estaré observando, si no le importa. Eso, junto a las ideas que vayan surgiendo, hará que encontremos el escenario perfecto. ¿Le place?

La joven de pelo castaño asiente, pero es evidente que le molesta no ser de ayuda.

Continúan comiendo mientras charlan sobre trivialidades y comentan las anécdotas que Camille le había confiado... menos Leo, Leo no media palabra. Antes de que sirvan el postre, el hombre —que no parece tener más edad que su hermana— se excusa argumentando que tienen cosas importantes que atender y abandona el comedor.

Después de un delicioso mousse de limón, exquisitamente decorado con flores varias, le invita Margarita a que le acompañe en sus prácticas de música. Accede y va a toda prisa por sus utensilios a pesar de que Camille se ofrece a sí misma para llevárselos a la sala. Pero la sirvienta no sabe cuáles son los que necesita. Una vez con su cuadernillo y estuche con varios lapiceros, gomas y afiladores, vuelve al piso inferior, donde la espera la dueña del lugar.

Olga se había imaginado que se trataría de un piano, un arpa incluso, pero jamás hubiera pensado que fuera la guitarra.

En la sala de música, Margarita se arremanga el vestido para acomodar el instrumento, así como las faldas, del mismo verde claro, antes de sentarse en un taburete.

—Puede sentarse donde quiera. Si tiene que interrumpir, hágalo sin problema.

Olga se sienta a un metro de distancia, en un sillón, limpio de polvo. Saca un lapicero y abre su bloc, con unos pocos bocetos que realizó antes de su llegada a Del Ópalo.

Suenan las primeras notas. Margarita alterna la mirada entre sus partituras y el instrumento. Olga dibuja. Trazos rápidos, cortos, al compás. La silueta del instrumento. Los labios sonrientes. Una mano. Sus dedos veloces, ágiles. Un mechón de pelo que cae grácil sobre la cara. Y las notas sonando. Unos acordes ahora lentos. Melodía rápida. Yemas que se deslizan por los trastes. Palma que golpea con suavidad la caja. Trazo. Nota. Dibujo. Melodía.

Los minutos pasan y las muñecas duelen. Margarita se detiene: se equivocó de cuerda. A propósito. Pero Olga continúa, enfrascada en la escena, el rostro de la joven ante sí, en cómo sus dedos blancos se mueven entre las cuerdas y el aire entre ellas. No, no se ha dado cuenta que ha dejado de tocar. En su mente se han capturado los mismos movimientos en bucle. No es consciente, como suele pasarle. Solo es consciente de la mina, que comienza a desgastarse y de su modelo, uno inusual del que quiere extraer... todo.

No se da cuenta que Margarita la observa con atención. La estudia de manera similar a como lo hace Olga. Pero con otra intención. Por unos segundos se puede ver cómo la dulzura desaparece de los rasgos de Margarita y se revela una crueldad, un hambre de sangre. Algo que no es en lo absoluto inocente.

Pero Olga no lo ve. Solo ve lo que ha visto y lo repite y repetirá hasta que haya acabado. Es su único inconveniente: se centra tanto en el recuerdo que olvida los cambios que acontecen. Sin embargo, algo le hace despertar de su éxtasis: el instinto de supervivencia.

Y las dos se miran.

Peligro, gritan las paredes.

Huye, advierte el mobiliario.

Muerte, ríen los ojos de Margarita.

***

Un retrato para MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora