Capitulo 10

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Perséfone se quedó mirando el cuerpo.

Una carcasa vacía, mutilada con saña, tan seccionada que la sangre había ennegrecido la cama.

Se quedó donde estaba mientras los otros se dispersaban a su alrededor para inspeccionar los tres cuerpos que se enfriaban en la habitación.

Aquel timbal atemporal —su corazón— resonaba en sus oídos con tanta fuerza que silenciaba cualquier otro sonido.

Hestia se había ido.

Aquel alma vibrante, fiera y amorosa; la princesa a la que llamaban la Luz del Inframundo; la mujer que fuera ejemplo de esperanza… Sin más, como una pequeña llama, se había extinguido.

Alguien murmuró su nombre, pero no la tocó.

Vislumbró unos ojos color zafiro, que le impedían ver la cama con el cuerpo mutilado.

Ares.

Las lágrimas surcaban sus mejillas. Perséfone tendió la mano para tocarlas. Eran cálidas al tacto, a diferencia de sus propios dedos, fríos y ajenos.

Aquella voz volvió a llamarla por detrás.

Ellos tenían la culpa.

Los dedos ensangrentados de Perséfone resbalaron por la cara de Ares hasta su cuello. Él se limitó a mirarla, súbitamente inmóvil.

—Persé—volvió a decir aquella voz conocida. Una advertencia.

La diosa se dio la vuelta despacio.

Zatz la miraba fijamente, sin despegar la mano de la espada.

Perséfone lo miro y tomo dos de sus dagas.

Perdió la cabeza y se abalanzó contra él.

Cuando la castaña lo embistió, buscándole la cara con la mano, Zatz solo tuvo tiempo de sacar la espada.

La diosa lo estampó contra la pared.

Zatz retorció el brazo de la castaña y le trabó la pierna para tirarla al suelo.

Encajada debajo del albino, Perséfone le golpeó la mandíbula con tanta fuerza que le hizo ver las estrellas.

El albino retrocedió y volvió a empujarla contra el suelo.

—Para.

Pero la Perséfone que Zatz conocía había desaparecido.

Perséfone dobló la rodilla y golpeó a Zatz entre las piernas.

Incapaz de resistir el dolor, el albino la soltó, y la diosa aprovechó para saltarle encima, esgrimiendo la daga que ansiaba clavarle en el pecho…Zatz volvió a aferrarle la muñeca y se la apretó con todas sus fuerzas mientras la hoja planeaba por encima de su corazón.

El cuerpo de la castaña, que trataba de salvar la escasa distancia que separaba su mano del pecho del albino, temblaba del esfuerzo.

Intentó alcanzar la otra daga, pero Zatz le sujetó esa muñeca también.

—Basta —jadeó el hombre, aún sin aliento por el golpe en la entrepierna, intentando pensar más allá del insoportable dolor—. Persé, basta.

La diosa empujó la daga con todo su peso y ganó un dedo de distancia.

Zatz apenas podía contenerla.

Iba a matarlo.

Realmente iba a matarlo.

Se forzó a mirarla a los ojos, a mirar aquel semblante tan desencajado de rabia que no pudo encontrar en él a la persona que conocía.

—Perséfone —repitió mientras le apretaba las muñecas con todas sus fuerzas, con la esperanza de que el dolor le hiciera reaccionar. Ella no cedió ni un ápice —. Persé, soy tu amigo.

Ella lo miró fijamente, jadeando entre dientes.

—¡No confio en ti, Zatz! ¡Me lo habias prometido!

Infundió a la última palabra un odio tan profundo que Zatz se sintió como si le hubieran golpeado en el estómago.

Embistiendo otra vez, la castaña consiguió liberar por fin la mano que sostenía la daga.

La hoja bajó.

Y se detuvo.

La habitación se enfrió de repente y la mano de Perséfone se paralizó en el sitio, como congelada en el aire.

Gruñendo, la asesina miró a otro lado, pero Zatz no vio a quién iba dirigido el gruñido.

Por una milésima de segundo, el albino tuvo la sensación de que una fuerza invisible oponía resistencia a Perséfone, pero un instante después Ares apareció tras ella.

Concentrada en su pulso invisible, la castaña no advirtió la presencia del dios, que le golpeó la cabeza con el pomo de su espada.

—Pudiste hacer eso desde el inicio— Dijo Zatz quitandose de encima a una Perséfone inconsiente.

—Ella debia sacar su odio, era algo justo...

ℍ𝕖𝕣𝕖𝕕𝕖𝕣𝕒 𝕕𝕖𝕝 𝕀𝕟𝕗𝕚𝕖𝕣𝕟𝕠 (𝕫𝕒𝕥𝕫𝕩𝕥𝕦)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora