Capítulo 11

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Camila se quedó mirando la espalda de Lauren y dio un respingo cuando ésta dio un portazo. Su comportamiento y su expresión de culpabilidad le habían servido de confesión.

Lauren no volvió en los días siguientes y Camila actuó con la mayor naturalidad posible bajo la atenta mirada de María.

Al tercer día, tras volver del trabajo, tomó una decisión. Llamó a la clínica para decir que se iba a tomar unos días libres, metió algo de ropa en una bolsa y fue al coche que Lauren guardaba en el garaje.

Aunque había un tráfico denso, llegó a la casa de la costa antes del anochecer. Estaba fría y oscura, pero a Camila no le importó. Encendió una cerilla y la acercó al fuego que Lauren había dejado listo para su siguiente visita.

En cuanto contempló las llamas recordó los momentos que habían pasado juntos frente a la chimenea y creyó poder sentir el roce de sus manos sobre su piel. Respiró hondo al tiempo que atizaba el fuego y se decía que tendría que acostumbrarse a vivir sin Lauren.

Cuando despertó, hacía un día tan nublado como estaba su ánimo y cada crujido de la casa parecía preguntar por Lauren. Fue a dar un enérgico paseo por la playa. Olas enormes rompían con fuerza en la orilla, dejando una estela de densa espuma. Hacía un aire fresco y húmedo, y las gaviotas emitían estridentes graznidos que repetían el silencioso llanto del corazón de Camila, que se resistía a aceptar el futuro de soledad que la esperaba.

Al volver a casa, comió algo con desgana. Todo le recordaba a Lauren. Veía su sonrisa de conejito en el reflejo de los cristales, saboreaba sus labios en la brisa de la tarde, sentía su presencia en la cama.

Un ruido la despertó en mitad de la noche, pero no era más que el roce de las ramas de los árboles contra las ventanas. Camila contempló los juegos de luces y sombras que proyectaba la luna y se dijo que no conseguiría conciliar el sueño. Se puso el albornoz y bajó a la biblioteca en busca de algo para leer.

El suelo crujió bajo sus pies y Camila imaginó que los libros la miraban con expresión acusadora por haber perturbado su silencio. Encendió la luz del escritorio y sacudió la cabeza, pero siguió teniendo la sensación de ser observada. Tomó un libro al azar. Se trataba de una Biblia antigua, con lomos dorados. Camila se sentó en una silla y comenzó a pasar las hojas amarillentas. Una fotografía se deslizó al suelo. Camila la levantó y, cuando le dio la vuelta, se quedó paralizada.

Era una fotografía de ella.

La conocía perfectamente. Era idéntica a una que su madre guardaba en el álbum de familia. Tenía unos meses y gateaba en el jardín. ¿Cómo habría llegado hasta aquella Biblia? Una tormenta de preguntas se agolpó en su mente.

Tomó de nuevo la Biblia y siguió pasando hojas. Entre las páginas de Ruth apareció otra fotografía, y otra en Proverbios, y una más en el Nuevo Testamento. Dejó la Biblia y estudió la colección de fotografías con manos temblorosas. Al cabo de unos segundos, se puso en pie de un salto y comenzó a sacar libros de los estantes y a ojearlos al azar.

En una edición de Grandes Esperanzas encontró un mechón de cabello. Se quedó mirándolo fijamente a la vez que su mente vagaba por distintos caminos sin encontrar destino.

Dejó el mechón a un lado y dirigió su vista hacia los estantes más altos. Sólo uno de los libros no tenía el lomo dorado, y fue ése el que eligió. Se trataba de un diario, se sentó en el polvoriento sofá y mientras respiraba profundamente lo abrió en la primera hoja. Estaba dirigida a Dios:

La he visto esta mañana.

Pasó por casa camino de la playa. Hubiera querido llamarla, pero ya sabes que perdí el derecho a ello hace años. Al menos tengo sus fotografías. ¡Se parece tanto a mí! Supongo que eso le resulta muy irritante a tu ferviente discípulo.

Boda por escándalo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora