Prólogo

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Nunca había sido un fan particular de los aromas toscos. A pesar de su naturaleza, estaba ya cansado de tener en la nariz el  olor de la montura, del acero y el fuego.

Sus manos, sus dedos, estaban permanentemente impregnados del olor a cuero de sus guantes, del olor del hierro forjado de su espada y de las cenizas que solían cubrir las escamas de Vhagar. Era algo de lo que estaba hastiado ya... Sin contar, claro, el agrio olor a sudor del cual parecía no poder deshacerse, sin importar la cantidad de baños que se diera semanalmente.

Al menos no olía a orines y vino rancio como Aegon. Eso era un consuelo. Al menos no olía a lana y pánico, como Haelena. Eso era estresante.

Pero había un olor que si disfrutaba. Muy a su pesar. Y quizá era por costumbre. O por obligación. ¿No le había dicho su madre que el deber solía crear costumbre?

Aemond jamás había tomado gusto por los postres. Mucho menos por los pasteles de limón que Rhaenyra devoraba uno tras otro en los onomásticos y en las reuniones a las que asistía. Un capricho que le cumplían por mandato de Viserys. Consideraba que el azúcar era una distracción... Y algo que solo omegas disfrutaban.

Lucerys Velaryon olía a pastel de limón. Ácido, dulce. Una mezcla de mantequilla y harina. Leche fresca. Pero también olía a piel. A madera quemada pero no del tipo que apestaba la ropa. No. La madera que los septos solían quemar en los altares. Sorprendente que su sangre bastarda lo delatara incluso en eso. Si fuese un Velaryon, su piel tendría aroma a mar y a madera erosionada. A lino...

Se había quedado grabado en su cabeza aún mezclado con la sangre de ese incidente. Sus nudillos se habían llenado del olor a limón azucarado cuando su nariz se había quebrado y la sangre lo había manchado también... Y pasó días olisqueando su mano mientras Alicent despotricaba contra Rhaenyra hasta el cansancio. Mientras exigía que se pagará el precio de la pérdida y le sembraba la idea de que Lucerys era un villano. Un bastardo. Un usurpador, incluso.

Eso, al menos, hasta que un día el discurso cambió radicalmente y tanto él como su sobrino fueron parte de un intercambio diplomático que arreglaría una amistad rota, si, pero dejaría suelto el cabo del deseo infundado de venganza.

La sangre del dragónWhere stories live. Discover now