XIII. El Bastardo

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Sus pasos apresurados rápidamente dejaron atrás a sus doncellas de compañía. Pasaba como un borrón enfundado en rojo, haciendo eco con cada pisada, bajando los escalones de dos en dos, atravesando los pasillos, patios y salones sin detenerse ni un segundo.

Sus manos empujaban sirvientes, guardias y nobles por igual. Podría haber empujado a la mismísima reina y le habría dado lo mismo.

No se detuvo por nada ni nadie hasta que llegó a la puerta que conducía a la bahía del Aguasnegras y ordenó a gritos que la abrieran. Ni siquiera habían terminado de levantar la pesada reja de hierro cuando ya se había colado por el espacio debajo.

A lo lejos, en aguas más profundas, reconoció los barcos de guerra que ondeaban unas amortajadas pero victoriosas banderas con el blasón de sus casas. Eran muchísimo menos naves de las que habían partido hace meses pero más de las que se habían pronosticado.
Una barcaza había llegado ya a la arena y tan pronto como él lo vio, bajó de un salto, empapando sus pantalones y sus botas pero corriendo al encuentro de su amado.

Aegon se lanzó a los brazos de Jacaerys apenas estuvo lo suficientemente cerca y sus labios no se hicieron esperar para probar los de su esposo, ausente por tanto tiempo, al cual había extrañado horrores…

— Si vuelves a dejarme por ir a la guerra, yo mismo iré a buscarte para traerte a mí… así tenga que traerte de los huevos — le dijo, sosteniendo su rostro con ambas manos, notando los estragos de la batalla, mirando los ojos castaños de su alfa. Tenía el cabello más largo, la barba más espesa y una arruga en el entrecejo que antes no estaba ahí.

Jacaerys no dijo nada y volvió a besar los labios de Aegon con anhelo. No había dejado de pensar en él en todo ese tiempo. Solamente había sobrevivido para volver a verlo, para volver a ver a su hija.

Se abrazaron un poco más cuando escucharon el rugido de Arrax y Jacaerys tapó un poco a Aegon para evitar que la arena lo cubriera cuando las alas del dragón alzaron una polvareda al plantarse en tierra. Había crecido, si, pero apenas era la mitad de grande que un navío de guerra. Era muy rápido. Eso tenían que reconocerlo.

Aemond bajó del dragón con el rostro oscurecido por la ceniza y la sangre seca de sus últimos enemigos antes de declarar la victoria. Se pasó una mano por el cabello, ahora recortado como el de un muchacho, sacudiendo un poco de la suciedad y también para evitar ver el despliegue amoroso entre su hermano y su cuñado.

Pasó de ellos para caminar al interior de la Fortaleza Roja, dejándolos atrás a ellos, su aparente victoria y también la frustración que volvía a hundirlo poco a poco.

La guerra con la Triarquía había sido un desahogo merecido. Algo en qué volcar su mente además de buscar infructuosamente a Lucerys. Pensó, quizá, que podría hallarlo en Essos y fue la única razón por la cuál accedió a participar en esa batalla que no le correspondía… pero no. Ni un solo rastro de él ni de sus hijos.
Había matado quizá a doscientos hombres pero ninguna de esas muertes le brindó el alivio que necesitaba.

En un mes más se cumplirían dos años desde que Lucerys se había ido sin dejar rastro. Sin avisar a nadie. Fue como si él y sus hijos se esfumaran en el viento.

Todos se habían dado por vencidos de una forma u otra. Si Lucerys estuviese vivo, cualquier casa fiel a la corona habría dado ya aviso de su avistamiento. Rhaneyra había hecho un decreto real, Daemon había recurrido a sus conexiones… Jacaerys se había unido en la búsqueda pero no hubo éxito alguno… Finalmente especularon que en su intento de huir había sufrido algún accidente, algún secuestro o rapto que terminó con su vida y la de sus pequeños.

Nada había sido igual desde ese momento. Aún si las heridas hubieran sanado dolorosamente… las cicatrices quedaban en la piel, amorfas, dolorosas… Unas más notables que otras.

La sangre del dragónWhere stories live. Discover now