XVI. La Invitación.

2.8K 412 67
                                    

Cregan Stark era un hombre ocupado. La cabeza de la casa más importante del Norte. Un protector. La confianza de cientos estaba depositada en él y nunca había sido una carga hasta el momento en el que Lucerys apareció en Invernalia.

Lo observó en silencio mientras dejaba la bandeja con su desayuno en una mesa cercana a la ventana. Deseó poder entender los pensamientos que cruzaban por su mente pero era como meter las manos a un lago oscuro y profundo. No podía alcanzar nada.

— Daeron Targaryen y tu hermano, Joffrey, están comprometidos — le dijo, rompiendo el silencio. Lucerys no lo miró — Recibí la invitación hace unos días — hizo una pausa — La rechacé. Pero aún podría…

— ¿Necesita algo más, lord Stark? — interrumpió el castaño — Me necesitan en la cocina.

— Lucerys — Cregan se levantó de la silla — Creo que el destino está poniendo ante ti oportunidades que no deberías rechazar. ¿Cuánto tiempo más deseas esconderte…? ¿Realmente quieres dejar que tu familia piense que estás muerto…?

Notó que el omega se tensaba. Era el tipo de conversaciones que nunca quería tener… Pero Stark insistía. Insistía cada día durante el último año con la esperanza de que pudiera encontrar la manera de meter el sentido común en la cabeza de Lucerys. Era terco. Y muy paciente. Pero en su mente también estaba presente la lealtad que le debía a la reina Rhaenyra y a Jacaerys.

— ¿Dónde está Caedric? — preguntó entonces. Cregan suspiró con pesadez.

— Al cuidado de una nodriza. Está bien… Habla más. Y empieza a caminar — explicó. No le pasó desapercibida la tristeza en la mirada de Lucerys — Sabes que puedes verlo cuando quieras. Puedes dejar la cocina cuando quieras. Tus hijos pueden estar al cuidado de las septas y el maestre. No tienes por qué someterlos a una vida así…

Lucerys clavó la mirada en el suelo. Cerró sus manos en puños, intentando contener sus palabras, sus sentimientos.

Cregan no podría entender nunca sus motivos. Quizá creía que era un egoísta. Un orgulloso. Pero nada distaba más de la realidad. Lucerys estaba roto. Tan roto que no creía que pudiera juntar sus pedazos nunca más. Sentía vergüenza y miedo y sabía bien sus pecados… Y, aunque cada día la culpa lo carcomía, no podría jamás abandonar la oscuridad y el anonimato que le brindaban el fingir ser un sirviente más.

Si su familia lo supiera… La calumnia nunca iba a detenerse. Estaba convencido de que lo odiaban. Probablemente hacerles creer que estaba muerto era lo mejor. No podría someter a su madre o a sus hermanos a tal vergüenza.

— Tengo que regresar a la cocina, lord Stark — dijo finalmente — Vendré más tarde por los platos sucios y… — apretó los labios un poco. Levantó la mirada del suelo para ver los ojos grises de Cregan — Quiero ver a mi hijo también.

El lord asintió, resignado y entonces Lucerys se fue en silencio.

Todavía podía recordar la noche de ventisca cuando lo ayudó a parir sin la ayuda de nadie más. Solos él y Lucerys, que se negó a dejar que nadie más lo viera, conteniendo sus gritos de dolor y sus sollozos.
Había llenado sus sábanas de sangre, incluso sus manos.
Cregan jamás había asistido un parto y actuó por instinto, a sabiendas de que si no lo hacía, Lucerys y su hijo morirían.
Tuvo que emplear los conocimientos vagos de haber visto a una yegua parir y, de algún modo milagroso, Caedric dió su primer respiro, pequeñito e hinchado.

"— Nadie puede saber que estoy aquí, lord Stark. Ni un alma. Ni mi madre. Ni mi hermano… Ni mi esposo…"

Había mil preguntas en su mente pero Lucerys no respondió ninguna de ellas. Se quedó encerrado en esa habitación por una semana entera. Solos él y sus hijos… y cuando salió por fin, le pidió a Cregan tener a alguien que se dedicara exclusivamente a cuidar a Caedric así como también dejarle mezclarse con la servidumbre. Stark no lo entendía pero se vio incapaz de negarse.
¿Cómo podría…?

Decidió no pensar más en el asunto por ahora. Mandó llamar a la septa encargada del pequeño de Lucerys y se dispuso a desayunar en silencio. Solo.

***

— Cualquiera que haya sido el motivo de su disputa debo insistir en que la violencia no es bienvenida en mi hogar — Rhaenyra habló con firmeza desde el trono. Ante ella estaban de pie Dalton y Aemond.

Greyjoy hacía honor a su apodo, luciendo una herida sangrante en la frente, un ojo amoratado y el labio partido. Inclinó la cabeza aunque poco podía hacer para disimular la sonrisa divertida en su rostro. Había sido increíblemente divertido. Más de lo que pudo imaginarse. Definitivamente no se había equivocado en aceptar la invitación a acudir a la Fortaleza Roja.

— Discúlpeme, Su Majestad… Creo que he perdido mis modales — se excusó — En las Islas del Hierro es una costumbre de todos los días ver un enfrentamiento en la corte. Somos de ánimos intempestivos como el océano… Bajo ningún concepto pretendía ofenderla a usted o al príncipe — su tono distaba mucho de asemejarse a una disculpa pero poco podía hacer. Realmente no lo sentía.

Aemond chasqueó la lengua.
Su parche se había roto en la pelea. Tenía un corte en la mejilla y la nariz sangrando. No estaba seguro si Dalton se la había roto pero tampoco le importaba. Deseó profundamente haber podido matarlo a golpes…

El fuego que le había encendido las venas aún estaba vigente como una brasa esperando a ser encendida de nuevo. A pesar de la sanación que creyó haber logrado con ayuda de Aegon… Fue como si una brisa derribara un castillo de arena que había tardado horas en construir.

De no ser por la intervención de las Capas Doradas habría podido arrancarle la tráquea con sus propias manos. Estaba sumido bajo un velo rojizo de furia e indignación. Aún ahora, más tranquilo, el deseo asesino no había desaparecido y su boca todavía tenía sabor a hiel.
El eco de la risa burlona de Dalton aún podía escucharse en su mente como una tortura continua que pintaba la imagen asquerosa de su esposo yaciendo en la cama con Greyjoy.

— No estamos en las Islas de Hierro, lord Greyjoy — señaló la reina, levantándose con algo de dificultad. Su embarazo tendía a sacarla un poco de balance — No quiero que esto se repita. De lo contrario tendré que recurrir a otros métodos menos hospitalarios.

No se dijo nada más. La reina se retiró para seguir con los preparativos para el compromiso de Joffrey y Daeron. Era un tema mucho más amable al cual buscaba aferrarse con desesperación para no caer en la tristeza que había amargado su existencia.

Aemond apenas le dirigió una mirada envenenada a Dalton antes de retirarse con zancadas largas.

Lo cierto era que, más allá de la ira, las palabras de Greyjoy habían hecho mella en su punto más débil. Aún si estaba mintiendo, si era solo una provocación… La idea de que Lucerys estuviera en un lugar así le revolvía el estómago. No podía imaginar a sus hijos, a su esposo…

Solo había tanto que podía soportar. Su mente estaba ya repleta de imágenes desagradables e intentaba cada día buscar la manera de alejarlas, de convencerse de que quizá lo mejor era buscar algo más en qué ocuparse.
Pensar en Lucerys era un flagelo que no lo dejaba dormir por las noches y poco a poco consumía su vida.

Estaba harto y cansado. Solo necesitaba estar solo. Quería estar solo, de una vez por todas.

— Alteza — frenó sus pasos aunque no se giró. La voz de Dalton sonaba casi irónica. Como si no lo hubiera insultado en absoluto — Solo quería disculparme por mi comportamiento… Fue un error bromear con un tema tan sensible.

— No te me acerques — masculló Aemond.

— Por favor, Alteza… — Dalton lo alcanzó — Es más. Como prueba de mi arrepentimiento… Lo invito a beber esta noche. Toda la cerveza que guste. Corre por mi cuenta… — casi pudo escuchar su sonrisa — ¿O es más de vino…? Podemos ir a un burdel si le apetece…

Aemond finalmente se giró y lo tomó por la solapa de su chaqueta con la ira llameando en su ojo. Incluso parecía que el zafiro destelleaba con desprecio. Dalton sonrió a pesar de que el gesto le abrió la herida del labio y levantó las manos en son de paz.

— Con gusto te arrancaría la lengua con mis propias manos… Pero no dejaré que tus provocaciones interrumpan los planes que hay — le dijo Aemond en voz baja antes de soltarlo y volver a darle la espalda.

— Lo que usted diga, Alteza… — el príncipe se alejó en silencio y Dalton esperó unos segundos — Sólo creí que le interesaría saber del paradero de su esposo. Pero tiene razón. Quizá es mejor no hablar de eso.

La sangre del dragónOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz