XVIII. La Amenaza.

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TW: Mención de abuso sexual.

A/N: Ya falta muy poco para terminar, quiero pedir una disculpa por la cantidad de drama... Si les sirve de consuelo, me herí a mí misma escribiendo esto.
Seguro que hay sol mañana.

•••

Un mes completo había pasado desde la propuesta.
Lucerys había hecho de todo para evitar a Cregan Stark.
No lo miraba ni le hablaba. No se atrevía siquiera a respirar en su dirección.
Sentía que la frágil estabilidad en la que estaba parado se rompería si acaso llegaba a decir una palabra de lo que pensaba al respecto.

Claramente quería mejorar la vida de sus hijos. Odiaba verlos sufrir, odiaba todo por lo que habían tenido que pasar… por su culpa. Por su cobardía y su estupidez.

Pensaba en su madre que seguramente lo odiaba por darle la espalda a la familia. Pensaba en Jacaerys y en las calumnias que probablemente rondaban su mente… Siempre le había dicho que le hacía falta tener más agallas…

Pero su alma se llenaba de congoja y dolor al pensar en Aemond.
Aemond debía detestarlo, odiarlo con cada partícula de su ser. Probablemente lo buscaba para cortarle el cuello, desollarlo o hacerle cualquier atrocidad. Y no lo culparía. Realmente no esperaba el perdón de nadie. No creía que alguien pudiera esperarlo en casa. Si es que era su casa todavía.

— ¿Es tuyo uno de los muchachos castaños? — le preguntó uno de los mozos de las caballerizas. Lucerys asintió. Llevaba en las manos las cubetas con agua que le habían pedido para fregar el piso de la cocina — Acaba de desmayarse.

El agua helada se regó por el suelo cuando las cubetas cayeron, abandonadas cuando Lucerys las soltó y corrió siguiendo al muchacho.

***

Joffrey miraba por su ventana. Alcanzaba a ver en la rama de un árbol un nido con polluelos recién nacidos que piaban por su madre que iba y venía para alimentarlos.

Se había convertido en su rincón predilecto. Se quedaba ahí día y noche, como ausente. Como si hubiera perdido algo en el exterior y no pudiera recuperarlo.

No era el mismo con el que Daeron se había casado. Hablaba poco y comía aún menos. Estaba pálido, triste y al borde del llanto cada vez que lo miraba.
Maestres lo habían revisado sin encontrar alguna señal de enfermedad posible. Joffrey simplemente no deseaba hablar o comer y no tenía nada que ver con un malestar físico.

— Hoy llegó un cuervo para ti — le dijo en voz alta. El desayuno estaba intacto en su plato. Daeron se acercó a él. Llevaba el pequeño pergamino aún enrollado en su mano y se lo extendió — De Pyke.

Joffrey volteó a verlo y Daeron tuvo un mal presentimiento. El castaño tomó el pergamino y lo abrió. Solo había una palabra escrita.

— ¿Podrías ir a buscar a mi madre y a Aemond? — pidió entonces. Su voz sonaba extraña… casi como el rechinido de una puerta que no ha sido abierta en mucho tiempo.

— Joffrey…

— ¿Por favor? — murmuró y fue entonces que se aseguró de tomar la mano de su esposo — Tengo algo que decirles. Es importante.

No hubo más preguntas. Daeron sabía que algo no estaba bien pero tampoco iba a presionar a Joffrey. Simplemente lo miró a los ojos y asintió. Antes de irse acarició su mejilla.

El mal presentimiento se asentó todavía más en su estómago.

***

— Es una fiebre por el agotamiento, mi lord — el maestre hablaba con un tono calmo y pausado — El pequeño estará bien si descansa unos días… Un buen estofado y el calor de la chimenea lo tendrán sano muy pronto.

La sangre del dragónWhere stories live. Discover now