XX. La Guerra.

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Las Islas del Hierro siempre habían sido un territorio pequeño. Tal vez olvidable de no ser por la fama terrible de sus habitantes.
Difícilmente podrían sostenerse por su cuenta y, desde los tiempos de los primeros hombres, cada gobernante que se sentaba en el trono de sal había tenido una insaciable hambre de poder.

Era como una enfermedad, algo que se instalaba en el pecho y crecía de manera voraz hasta llenar la mente. No eran suficientes los motines, los asaltos o las violaciones. No bastaba con ser temidos en el océano. Era algo que consumía la mente dejando solamente el anhelo sofocante del trono de hierro.

Dalton Greyjoy había actuado en contra de lo que le habían aconsejado.
Lucerys Velaryon se había puesto en su camino como una señal que no iba a desaprovechar.
Fue fácil engañarlo y muchísimo más sencillo destruir su espíritu. Era débil. Débil y tonto. Pensaba demasiado en sus hijos y había aceptado todo maltrato y tortura con tal de que los niños no sufrieran… Para Greyjoy era una estupidez.

¿Qué importancia tenían unos mocosos? Siempre podía tener más. Elegir del montón. Él lo sabía. Tenía bastardos repartidos por todo Poniente, incluso en Essos… Había llegado a pensar incluso que le había puesto uno en el vientre a Lucerys y, si no hubiera huido, probablemente habría mandado a la criatura hasta Desembarco del Rey con una nota para Aemond. Aunque eso quizá solo lo habría hecho enojar. O tal vez lo habría ignorado. Y Dalton no buscaba una simple pelea con un marido enojado, no.

En cuanto se enteró de la muerte de Rhaenyra supo que Joffrey había cumplido su palabra. Era incluso más estúpido que Lucerys.

Provocar una disputa con los Targaryen podría ser, quizá, lo que lo había hecho sentir más vivo que nunca en los últimos años. Estaba harto de vivir su vida como si fuera un pirata de poca monta. Él estaba destinado a cosas mejores, cosas más grandes.

Su mayor desventaja eran los dragones… pero se había preparado para ello. Sin ellos, la casa Targaryen no era más que un nido de desviados con aires de grandeza que no sobreviviría ni media hora en un campo de batalla. Mucho menos en el océano.
Y a Dalton poco le preocupaban los dragones en cuestión. Tenerles miedo solamente les iba a dar una ventaja.
Sabía que se podía herir a las bestias… y cualquier cosa que se podía herir también se podía matar.

Y no había cosa que Dalton Greyjoy amara más que matar.

***

Los tomó por sorpresa.

Aemond había perdido de vista a Daemon después de que la primera lanza cruzó el cielo y se clavó en un costado de Caraxes.
Había salido de la nada, solamente rompiendo el silencio al cortar por el aire.

El dragón rugió por el dolor y luego Aemond escuchó un crujido y el viento silbó cuando el proyectil le pasó rozando. En un principio creyó que se trataba de una bala común de hierro pero entonces ésta reventó en el aire liberando humo denso y espeso.
A esa le siguió una docena y pronto estaban prácticamente ciegos en el aire.

Caraxes volvió a rugir pero Aemond ya no lo veía. Ni a Daemon.

Vhagar también se movía con incertidumbre, alterada por la repentina ceguera. Aemond tuvo que aferrarse a la montura para no resbalar.

Jacaerys había tenido razón.
Dalton Greyjoy había atacado con conocimiento de causa. Había provocado al dragón sabiendo cómo defenderse. Más aún, cómo atacar.

Se había aliado con varios nobles de Essos que necesitaban deshacerse del problema que representaba el dominio de los Targaryen y los Velaryon sobre el Mar Angosto. Cuando les había comunicado sus intenciones… No tardó en recibir fondos, materiales e incluso mano de obra para elaborar las intrincadas ballestas enormes que podían disparar lanzas con la velocidad suficiente como para perforar acero.

La sangre del dragónWhere stories live. Discover now