XV. El Imitador

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Había una pregunta común que constantemente se presentaba en la mente de toda la servidumbre en Invernalia.

Desde la cocina hasta los establos. Cada guardia, cada sirvienta, cada herrero tenía la pregunta en los labios pero ninguno tenía el valor de hacerla.

— No, no. Así no — la jefa de la cocina era una mujer usualmente paciente. Casi nunca perdía la calma pero quienes estaban presentes parecían temer que ese sería el día — Tienes que tomar así el cuchillo y sostener así la papa…

Nunca se había encontrado con una persona tan inútil. No sabía fregar pisos o lavar ropa. No tenía idea de cómo cocinar. Ni siquiera aquellos sirvientes que eran estúpidos desde la cuna llegaban a ser tan estorbosos como la carga  que Lord Stark le había enjaretado de la noche a la mañana hace poco más de un año.

Sabía, de boca de los guardias, que había llegado por la noche en compañía de sus tres criaturas y una barriga imposible de ocultar. Sucio, asustado y frenético. Exigiendo hablar con lord Stark como si la vida se le fuera en ello. Habían intentado echarlo pero no tuvieron éxito alguno hasta que el mismo lord tuvo que atender el escándalo.

Después de eso, nada.

Nadie sabía nada pero todos tenían sus propias teorías.
La más popular era, por supuesto, que se trataba de algún amante. Los guardias habían dicho que los niños tenían el cabello oscuro y cuando la servidumbre los vio por primera vez… no era complicado sacar conclusiones.

— Dame eso. Si esperamos a que termines de pelar las papas pasarán cuatro inviernos más… — arrebató el cuchillo y la legumbre de las manos ajenas. Sus dedos estaban enrojecidos por el frío y las palmas cubiertas de heridas que esperaba pronto se convirtieran en callosidades. Un sirviente con manos de príncipe. Es que no podía haber nada más ridículo — Ve por agua al pozo. Parece que es lo único que sabes hacer bien.

No la miró. Nunca miraba a nadie a los ojos. Tampoco hablaba mucho. Eso sumaba puntos a la teoría de que se trataba de algún pobre imbécil de pueblo que se había dejado preñar y al que su familia seguramente se negaba a mantener un día más. Una extraña diversión de Cregan Stark que se convirtió en una consecuencia y una carga.

Tomó los baldes vacíos y salió de la cocina para ir al pozo.

Los niños también eran extraños. Los tres habían quedado al cuidado de los otros jóvenes en las caballerizas. Tampoco hablaban mucho aunque definitivamente eran más eficientes que su progenitor. Ayudaban también en los entrenamientos y participaban en algunas ocasiones pero más que nada cumplían el deber de recoger flechas perdidas, juntar las espadas de práctica y alimentar a los caballos.

El agua, como era de esperarse, estaba helada. Se sentía como una navaja que podría cortarle la piel cada vez que metía las manos para poder llenar los baldes.
Incluso en eso el Norte era inhóspito. Sabía que no era bienvenido. Ni él ni sus hijos. Ni siquiera el más pequeño, al que cuidaban a regañadientes solamente porque Cregan lo había ordenado directamente.

Tuvo que hacer una pausa unos momentos para pensar que era mejor esto a regresar al infierno en el que había estado durante casi un año entero. Mil veces.

Cuando sacó el segundo balde, se miró unos segundos en el reflejo del agua oscura en el pozo.

Alguna vez Viserys le había dicho que era idéntico a Aemma.
Difícilmente la criatura que lo miraba de regreso en el agua podría compararse ahora con la difunta reina.

Estaba pálido, delgado y demacrado. La redondez de sus mejillas se había perdido y su cara ahora tenía unos ángulos que lo hacían ver más mayor. Había ojeras profundas y rojizas bajo sus ojos y su rostro parecía haber quedado marcado de por vida en una eterna expresión de sufrimiento silencioso.

La sangre del dragónKde žijí příběhy. Začni objevovat