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Las horas pasaban y la búsqueda de Susan y Benedicth de la madre de los niños no había sido muy fructífera. Recorrieron un gran tramo de camino tratando de localizar al hacendado del que Helen hablaba, pero el hombre no solo negó cualquier vínculo con la mujer, sino que además les sugirió que contrataran un detective para que la buscará.

—Parece que todo fue en vano.—alegó la dama mientras caminaban por un terreno irregular y mojado. El carruaje los esperaba a una cuadra de distancia. No había podido entrar debido a las condiciones del suelo.

—Tendremos que buscar otra pista.—sugirió Benedicth mirando de reojo como el bajo del vestido de su esposa se manchaba de lodo. Había sucedido lo mismo con la prenda del día anterior.—Y de paso comprar un nuevo guardarropa para tí.

Susan miró la insignificante manchita y se echó a reír.

—Eso sería un gasto innecesario y nada productivo, Lord Ralston.

Sus palabras lo dejaron mudo y no pudo evitar recordar la última discusión que tuvo con Liseth. Su exprometida le dejó muy en claro cuánto las mujeres odiaban mancharse y arruinar sus prendas, pero a su esposa no parecía importarle.

—Tiene razón, pero aún así...

—No quiero nada, estoy bien.

Susan no deseaba sentirse en deuda y aunque solo fuera una prenda, eso ya implicaba un compromiso que no estaba dispuesta a asumir con nadie. Y menos con él.

Continuaron con su recorrido hasta que sin querer la dama tropezó con un montículo de tierra y cayó, ensuciándose. Benedicth se detuvo en seco y trato de ayudarla, pero ya era demasiado tarde. Su falda y medias estaban repletas de tierra y lodo.

—¿Luna?

La mujer se echó a reír con ganas mientras negaba con la cabeza.

—Es un ave de mal agüero, lo sabe.

Se puso de pie con su ayuda y sin decir nada cambió de rumbo. En vez de caminar hacia el carruaje, tomó un atajo que la conducía a un pequeño lago muy cerca de allí.

—¿A dónde va?—exigió saber mientras la seguía pisándole los talones.

Susan no le respondió, en su lugar se quitó los zapatos y las medias sucias. Y sin importarle lo que él opinará empezó a caminar descalza por el pasto verde. La dama se había prometido convertirse en la esposa ideal para un hombre como Benedicth Blackstone, pero aún poniendo su mayor esfuerzo no conseguía apaciguar su alma.

Tarde o temprano él se cansará de tí y solo te tendrás a tí misma, le gritó su corazón mientras corría hacia el lago.

Al llegar agradeció estar usando un vestido ligero y fácil de maniobrar. Se lo quitó en cuestión de segundos y lo colocó en una piedra de gran tamaño junto a sus zapatos. Solo se quedó con su camisa de muselina y sus guantes.

—¿Susan?—oyó que su esposo la llamada, pero antes de que pudiera detenerla se lanzó al lago.

El agua fría y el viento helado sobre su piel la transportó a su infancia. Aquellas épocas felices cuando jugaba con su hermana y su madre en un río que quedaba cerca de su casa. Hundió su cuerpo en el lago y empezó a dar brazadas para aclarar sus ideas.

Sal de ahí, él te odiara, le gritaba su consciencia.

—Él ya me odia.—masculló para sí misma mientras continuaba con su elegante nado. Lo que Susan no sabía es que en lugar de molestia, su esposo se sentía fascinado con su irreverencia.

Si fuera otra mujer, no dudaría en catalogarla de “loca”, pero el marqués había aprendido que su esposa tenía hábitos y gustos peculiares. Odiaba lo dulce y amaba los caballos, escribía poemas en sus tiempos libres y en lugar de enfadarse o hacer berrinche por un vestido arruinado decidió tomar un baño.

Un Amor AmargoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora