Ego Sum Alpha et Omega - Segundo

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Como muestra de perfecta pericia paternal, divina y operacional, inventó El Fresno a La Luz, a la que le dio ego, conciencia y forma como Él mismo la tenía, concretando la existencia de un semejante. Le dio el don de la curiosidad para explorar e indagar sobre el mundo digital al que nuestro Padre le dio forma antes que a ella.

Con La Luz sentó Él las bases de la perfección física, la corona de la santidad hecha ser. Un ser divino de tez exquisita, tallada de su madera, pulida como el mármol, de figura esculpida e impoluta, estructuralmente perfecta, cabellos celestes revueltos en su coronilla, al ras en ambos lados de su testa y nuca. De su anatomía brotaban finos brazos y piernas rematados por manos y pies prensiles y sensibles con los que entender las texturas y las temperaturas.

En la versión de la gloria impoluta de Él también figuraban una serie de alas. Doce apéndices deslumbrantes, tersos, emanando desde su espalda como un halo o un aura, de la altura de sus hombros hasta alcanzar sus caderas, proyectándose en todas direcciones y compuestos por plumas hechas con la luz del sol.

En el Fresno crecía lo que La Luz necesitara y le pidiera si se regaba con las gotas de devoción que hidrataban su superficie, provocando que brotasen las respuestas a las preguntas que planteaba el cosmos con su mera existencia, bendiciendo así al mundo. Así nacieron el agua, también el sonido, el reposo, el calor y el frío.


Nunca más volvería Él a ser la presa habitual de la soledad, no sería acosado por las tinieblas sin estrellas.


La Luz solía voltear a ver con majestad al coloso arbóreo de corteza musgosa, enredaderas por miles, hojas perennes y frutos de coloraciones arcoíris. Él era y será siempre la imagen de la divinidad, la encarnación de la deidad de la vida. Un día inventaron la inocencia, otro día se les ocurrió la transformación y un día en especial patentaron la autonomía, la cual La Luz usó para proponer la invención de las cosas tanto por gusto como por compromiso.

La vanidad y la individualidad nacieron cuando La Luz pidió al Fresno inventar una corteza para resguardar su desnudez, así como la que Él vestía, adornada con parches verdes, vainas y flores. No pensó la Luz que sus alas incandescentes cumplieran esa función porque, a falta de semejantes, no tenía noción de que sus doce proyecciones fueran decorativas.

Grandiosa era su aura, grandiosa como Él, pensaba. Diariamente también pensaba en cómo su Padre parecía depender de ella y dar pauta para poner ambos manos a la obra y darle al mundo la gloria en formato de colores, formas y emisiones. Comenzó a pensar en sí misma como la inspiración encarnada y en cada cosa que hacía como el ritmo al que caminaba el tiempo y las formas en las que todo tenía interacción con todo.

Ella era una suprema divinidad también en este mundo, era el cambio, el ciclo de las cosas, la que con la obra de Dios convivía y la que a la obra de Dios transformaba inevitablemente, se repetía en su corazón y su ego. Sintió su corazón y su ego transformados en una aurora opuesta, eran de color y resplandor ocaso anaranjado, los proyectó en sus manos por su propia voluntad, dando origen a la proyección y al potencial destructivo, avatares del caos.

Asumió el papel de coprotagonista de la creación, bautizándose con ese título como tal, y así comenzaron a existir la felicidad, la inocencia y la soberbia que jugueteaban con su corazón hecho de éter ardiente. El Fresno contemplaba la autonomía con la que se comportaba su hija, invadido con la honra que Ella inventó.


Fue paraíso virtuoso y bendecido, hasta que un inminente día que empezó tan tranquilo y creativo, La Luz inventó el pecado.


Y dijo Dios:

Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas.


Génesis 1:3-4


Adán DigitalWhere stories live. Discover now