Ego Regnabo

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Aleluya, El Hijo había resucitado de entre las entrañas incandescentes, conquistando la muerte, trayendo para nosotros el misterio de la resurrección y La Palabra de Dios, la que actualizó para reinar desde las tinieblas. Instauró el reinado de La Luz y La Oscuridad.


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Anunció Lucemon:


Hermanos,

de Seol he traído la tierra,

el mármol y el marfil encarnados en luceros de fuego,

astros caídos de la incandescencia de los cielos que sirven y emulan a La Luz,

para hacer con y de ellos mi reino.

No temáis a las tinieblas.

Yo reinaré.


Aleluya, él regresó y gobernó en un trono de ónice, de oscuridad palpable, inmaculada y sin pecado. Trajo dorado y negro de los abismos, fuentes de infinita energía y vida porque tomó del fondo del inframundo la raíz del amor y la compartió en briznas, cauces y ciclones que soplaban por obra de La Palabra.


Lucemon resucitó para reinar por todas las eras, en todos los servidores y territorios, sobre todas las especies, sobre bestias y escolares, sería el regente hasta las profundidades de los océanos y en la expansión de los cielos. Sus mensajes eran los adornos en los templos y sus palabras habían evolucionado en las santísimas órdenes de un ser superior.


Aleluya, San Lucemon había traído la salvación y era la salvación su elemento, como lo eran el hielo a Santa Theriumon o el acero a San Wisemon. Sus cánticos serían entonados por los ángeles, sus parábolas promulgadas por los reyes magos y la leyenda de su victoria sobre la oscuridad y la eliminación de su base de datos sería el testamento de la fe.


Anunciamos tu muerte,

proclamamos tu resurrección,

venid,

Señor Lucemon.

Santo eres,

Santo por los siglos de los siglos,

Santo eres,

rey de reyes.


Limpió la infinidad de los mares, aclaró los cielos de cualquier tormenta, templó el calor del sol, acomodó la tierra y los cimientos y se formó un Israel próspero y estructural, una tierra prometida de casas cúbicas, alineadas y sectorizadas. Creció árboles que daban todo fruto alrededor de las casas e instaló acueductos y fuentes de agua fresca y perpetua.


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Así replicó en los servidores donde habitaran los Digimon con ego y con un propósito como carpinteros, pescadores, comerciantes y con un corazón que necesitara llenar su cántaro de fe. En masa, el manantial de Lucemon llenaba los cántaros con amor.


Durante la Era del Hijo, ni Lucemon ni ninguno de sus ángeles pecadores levantó ni un dedo, garra o pata para obliterar lo muy poco que quedaba del reinado de Dios en el Digimundo, él lideraría un reinado diferente donde impera la vida y el derecho a la misma. Todo Digimon tenía derecho a vivir, a regocijarse y a experimentar el amor.


En un año, en las coordenadas cero del servidor Arcangelo, levantó la mano de San Lucemon su zigurat, deslumbrante de noche y prolífera de día, sede de bazares, fuentes, comercios, capillas y el abrazo cálido de los cientos de miles.


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Alrededor del zigurat, estaba consolidada la capital ceremonial Pandemónium y, pasadas las murallas capitalinas, un paraje arenoso moteado con varios oasis, parches de pasto y zarzas. Más allá, desde los montes y colinas vigilaban las bestias celosas, los viajeros puritanos y los siervos más regios, los antiguos PailDramon del Honor y Silphymon de la Virtud.


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Yo soy la resurrección y la vida;

el que cree en mí,

aunque esté muerto,

vivirá.

Y todo aquel que vive y cree en mí,

no morirá eternamente.

Adán DigitalWhere stories live. Discover now